martes, 20 de noviembre de 2007

La apacible vida del joven emprendedor

Vagando por temáticas más livianas (pero no por eso menos decidoras) y el nunca mal ponderado "lenguaje coloquial", he llegado a este cuento. Espero que guste.
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¡Siguiente! Tome asiento, sí, en esa silla. Hace un calor terrible. En la sala de espera es peor aún, ¿qué querrá decir este pendejo?, quién se cree para criticar nuestra sala de esperas, si bien caros nos salieron los cuadros de Tapia que colgamos ahí. Bueno, vamos a lo nuestro. Tu nombre es... Raúl, me llamo Raúl Martínez. Martínez... ¿De los Martínez de Viña, los de Rancagua? No, para nada. Yo y mis abuelos hemos vivido siempre en Santiago, y el resto de la familia igual. ¡Ah! Además es huérfano el muy infeliz, pero veamos qué más ofrece el trapo éste. Y, bueno, ésta es Raquel, la gerente comercial de la empresa. Buenas tardes, ¡bah!, buenos días (Raúl miró el reloj para percatarse de que eran las diez de la mañana). Buenas, Raúl. Es medio huevón parece, como para pensar que es de tarde ya, pero está bien bonito. Ese precario nudo de corbata y la herida que asoma en su mejilla por una mala afeitada, le dan un toque inocente. Aunque no creo que sirva para ser abogado de la empresa, sinceramente.

Yo soy Anthony Parkson, gerente general. Bien fascista es el viejo parece, si apenas entré se le frunció el ceño. El postulante que iba saliendo de la oficina estaba perfumadito y era medio rucio, por eso es que Parkson debe haber estado sonriendo cuando él salía. Seguro lo contratan a él, y más seguro es que debe haber sido un chupamedias profesional. Ehm... aquí está mi currículum, señor Parkson. Qué inepto, subrayó los puntos y los dos puntos. Un abogado respetable tiene que saber escribir, por Dios.
Vamos a ver, Raúl. Estudiaste leyes en la Católica (no está mal), hiciste un magíster en Derecho Comercial (va bien...) en la Universidad Jesuita de Temuco (¡qué es eso!). Sí, ahí estudié. Puta madre, el viejo se puso rojo. Al muy hijo de puta no le importará saber por qué estudié en esa Universidad de mierda. Qué le va importar saber que soy de familia humilde, que me he esforzado toda la vida por sacar un par de títulos que no me sirven para nada. Y a él le deben haber pagado la carrera entera sus papitos, y sus magísteres, post-grados, doctorados, post-doctorados. Viejo canalla, ¡viejo canalla!

Usted qué opina, señorita Raquel. Está bien en sus estudios, pero, ¿ha trabajado en alguna otra empresa, para el Estado? La verdad es que sí. He trabajado los últimos tres años para la novena Fiscalía Oriente. Soy ayudante del sub-fiscal (el viejo rojo, de nuevo), es que usted sabe... la edad no es muy favorable cuando se es joven. Trabajar para el Estado no es bueno para este par de ejecutivos. De macroeconomía deben conocer demasiado, pero de servicio, nada. Sí, entiendo. Dos minutos más y llamo al siguiente... ya tomé mi decisión. Este pelmazo no merece el puesto ahora, ni en diez, ni en treinta años más. Nació así y así morirá. La rotería es una cosa de cuna, tan arraigada como la forma de caminar o los gestos faciales. Ojalá no haya ensuciado mucho mi sillón este espantapájaros. Déjame leerlo, Anthony. Ah, esto está muy bien, Raúl. Eso, su dirección es “Los Abaducos 1322”. Voy a buscarlo esta misma noche, para que vayamos a mi departamento. ¡Los Abaducos! Dónde quedará ese potrero, Dios santo. Debe vivir en una de esas casuchas hechas de cajas de leche. Por qué no deja de mirarme esta mina, con sus ojos fogosos y persuasivos. Está bien rica, pero podría ser mi jefa. Y el viejo que lee mi currículum con nauseas. Creo que ya sabemos todo lo que queríamos saber sobre usted, señor Raúl (¡Pero si no me han preguntado nada! ¡Analizaron mis estudios, mis laburos y mi dirección!) Así es. Te estaremos llamando por cualquier cosa, Raúl. Está bien, señor Parkson, señorita Raquel. Adiós. Me despido de beso con la curvilínea gerente comercial y le estrecho la mano al viejo. Veo en sus ojos el mayor desprecio que había sentido en mi vida entera. Tomo el cuchillo abrecartas que está en el escritorio y le doy una certera puñalada en el ¡qué haces! ¡Anthony! ¡No! Ahora sangra su corazón estallado; morirá en unos segundos. Me mira con algo de incertidumbre la puta de Raquel. ¡Va a morir, lo mató! Pero no puedo negar que el golpe fue dado con una fuerza notable, propia del seductor que debe ser en la cama... Raquel... Ra... El viejo bajó la cabeza al morir. Se había caído de su gran sillón el huevón. Salgo corriendo de la oficina. A dónde va dice la secretaria. ¡A donde no llegue su mano corrupta, empresa fascista de mierda! Bajo por las escaleras (en mantención, usar las escaleras). Cada piso del gigantesco edificio es un grado más de altanería, de idiotez. Abandono el edificio. Miro hacia arriba, con el corazón en la boca por el nerviosismo y la emoción. Ellos tienen la culpa de todo. De todos los males de la humanidad, él es artífice. De todos mis males...

Hijo de puta; si la reencarnación existiera , lo mataría de nuevo.

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jueves, 15 de noviembre de 2007

Lunes por la noche

Está demás decir que todos estos escritos no son necesariamente autobiográficos, sino que son sólo creaciones. Acá dejo uno nuevo.

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Entró al cuarto y lo vio allí, parado y taciturno. Se puso en frente de él. Parecía un árbol del otoño, o más bien invernal, de ésos que exponen su corteza cruda y su cuerpo deshecho por las heladas. Sus brazos lánguidos y exhaustos parecían estar a punto de caerse, de desplomarse por el invisible peso que tenían a cuestas. Parecía, también, unido al piso por raíces inmutables, pese a su posición algo encorvada. Cuánto tiempo hacía que no lo miraba de esa manera: analizando cada una de sus partes, cada piso, cada mínima ventana de ese edificio que en cualquier momento se venía abajo. Y él le devolvía la mirada, con su expresión algo tranquila pero seguramente perturbada; como si en ese preciso instante estuviera viviendo una gran serenidad, aunque lamentablemente fuera conciente de que sus problemas lo atormentarían tarde o temprano. Se le acercó aún más. Lo veía todos los días y, extrañamente, no había notado el cansancio de su rostro, el paso de los años. No estaba viejo, no, sin embargo encontraba un algo que le decía he cambiado, no soy el niño de antaño. Al escrutar su rostro, no podía precisar qué era lo que miraba, si a un niño, un adulto, un anciano. La verdad es que era algo así como un niño-adulto, o viceversa, o ambas, o ninguna. Era evidente que no quería seguir siendo un niño, no obstante sus brillantes ojos expresaban una nostalgia al pasado, como si se resistieran al ineludible paso del tiempo. Y veía por otro lado esa barba incipiente, en desarrollo, y su pelo relativamente largo. Trataba de ser adulto, pero no podía, pero no quería, no quería tampoco ser niño, pero lo era y no lo era. Confusión, eso es, un caos era su edad, la etapa de la vida en que se encontraba. Y todo se le veía en el rostro.

Analizó nuevamente sus ojos. Tenía un par de arrugas que seguro no eran por vejez, sino por cansancio. Unas firmes líneas marcaban su piel joven, como si no hubiera dormido por semanas. Eran probablemente cicatrices de batallas fracasadas. No esas batallas que se pelean en la inútil guerra; éstas eran cicatrices de combates abstractos, de pérdidas espirituales. De ésas que realmente importan... y cómo no le iban a importar a él, si tenía sus rastros marcados a fuego en la cara.

Su expresión era, como notó desde un principio, de tranquilidad. Se encontraba como echado a la vida, desmotivado por sus propósitos personales. La tranquilidad de una balsa en el inmenso
mar, entregada completamente a lo que venga. Una balsa que había sido un barco; una nave inmensa repleta de gente de las más diversas procedencias, ahora reducida a un tímido conjunto de troncos, cuerdas y abandono. Para qué luchar contra la corriente, si al final te decepcionas y todos te recuerdan: te lo dije, y nadie está ahí para entregarte su apoyo.
Como se podía apreciar, su actitud era ésa. Después de todo, qué otra manera de ver la existencia se le puede pedir al que constantemente lucha y muere. ¿No puede querer vivir aunque sea por un tiempo?

Sus hombros estaban caídos, como ya habiendo admitido su carencia de energías: su fracaso. La vida que llevaba era ya un caos, una tortura insensata, pero qué remedio. Los intentos por cambiar ya se habían hecho y, por añadidura, habían decaído.
Su imagen global ahora era la de un tipo desgarbado y casi echado sobre el lavamanos. Ya nada le importaba, nada era relevante. Miró una vez más en el espejo y no quiso verse más; no quiso seguir presenciando a ese extraño que era él. Él, que no era realmente él, sino un él falso. El del espejo, el que ya no creía en nada. Pero era él.
Agobiado, saqué el cepillo de dientes del cajón y fui a lavármelos donde no hubiera más problemas.

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viernes, 19 de octubre de 2007

Desintegración

Nuevamente, antes de seguir con "504", quería mostrar este cuento que no necesita más explicaciones. Ojalá guste.
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... Comenzó por insertarse el brazo derecho en la hendidura de su hombro. Apenas lo logró ajustar movió el brazo en distintas direcciones para que le llegara la sangre del resto del cuerpo: así la artificial extremidad recobraba la sensibilidad. Apretó las falanges de su mano con lentitud, una y otra vez hasta que tomaron naturalidad.
Ahora que contaba con sus dos brazos unidos al cuerpo, procedió a colocarse sus dos piernas. Habituaba partir por la derecha. Luego, con la izquierda, hizo idéntico método: insertar, doblar la rodilla numerosas veces, lo mismo con el tobillo y finalizar moviendo los dedos del pie.
Ya se encontraba habituado a sus extremidades, frías en un principio, colmadas de tibia sangre ahora. Todos los días dormía solamente con su brazo izquierdo puesto, su incondicional brazo izquierdo que nunca había desprendido de sí. Tampoco sabía si podía desprendérselo, jamás lo había intentado ni jamás lo intentaría. De hacerlo no tendría cómo ajustarse las demás extremidades, lo que lo dejaría imposibilitado de ir a trabajar.
Las extremidades artificiales daban productividad. Los científicos, luego de décadas de tortuosos experimentos, llegaron a la conclusión de que el humano duraba sólo unas horas trabajando sin cesar, en situaciones de exigencia límite. Los músculos se les agarrotaban, se les acalambraban. Las lesiones eran, como es de esperarse, muy comunes también. No hay tiempo para curarlos, qué hacemos, usemos pastillas, esteroides, no funcionan, las injurias siguen igual, creemos dispositivos, brazos, piernas, caras que resistan el trabajo pesado, exacto, eso es. Debían cargarse durante la noche, por eso es que se las sacaban al dormir.
Levantóse de su cama quitándose las sábanas de encima. Se sentó en su borde durante unos instantes. Vio a través de la ventana los automóviles que volaban, impulsados por modernos propulsores, por encima de la calles. Caviló lo que todas las mañanas: que no quería ir a trabajar y menos ponerse el molde de cara que lo esperaba en el baño. Mas así debía hacerlo. Cuando era muy pequeño le habían enseñado a tener ciertos deslices de infelicidad en la mañana, aunque todos éstos eran debidamente programados por el gobernador.
- Estamos tratando con seres humanos, señores, no con meros autómatas ni animales. Por ello es que propongo que se les enseñe a ser infeliz por dos minutos al día, en la mañana. De alguna manera tienen que canalizar la desdicha que les produce el trabajar veintiuna de las veinticuatro horas del día – había argumentado el gobernador a los educadores para que añadieran un tanto de tristeza a su sistemático y esclavizante plan de enseñanza.

El rendimiento. La producción. La efectividad. Todos esos (fundamentales) aspectos se verían alterados por la sensibilidad de los empleados, y para evitarla era necesario prevenir. El método que utilizaron para hacerlo fue cambiar radicalmente el sistema educativo. ¿La Historia? Para qué. ¿El lenguaje? Dejemos sólo lo necesario para que expresen objetividades; nada de poetas ni críticos. ¿El arte? De qué sirve. ¿Las ciencias? ¿Qué hay de los números? Sí, necesitamos gente que piense con exactitud. Dejen la ciencia y la matemática y háganla el eje del sistema. Tendremos cantidad suficiente de ingenieros, médicos y químicos para que construyan nuestras casas, curen a nuestros hijos, mejoren nuestros alimentos y medicamentos. ¿No es cierto? La junta entera rió por un par de segundos. Esos oligarcas se sentaban a planear cómo beneficiarse a sí mismos por un par de horas, mientras los incansables esclavos de su duro sistema trabajaban como animales. Como animales por la intensidad y por la inconciencia de saberse manejados por otro maldito ser vivo igual a ellos.

Finalizaron sus dos minutos de descontento y de manera automática se dirigió al cuarto de baño. Se miró en el espejo. Tenía la carne descubierta, sin piel. Inmediatamente colocó el molde de cara en su lugar. En un par de segundos éste ya se encontraba con sangre corriendo por su interior y con sensibilidad. Salió del baño y regresó a su ínfima habitación. Abrió la gaveta de su escritorio, donde se encontraba su overol de trabajo y se lo puso. Ese escritorio no tenía papeles ni nada aparte de ese traje; los oligarcas los pusieron en todas las pequeñas piezas de los edificios con el fin de acentuar el sentimiento de importancia frente al trabajo. Porque tener un escritorio para ti solo, te hace sentir importante o al menos útil. ¿No es cierto? Y los de la junta rieron como siempre lo hacían.
Se dirigió a su pequeña terraza (que todos los departamentos tenían) y tomó uno de los multitudinarios buses aéreos, al mismo tiempo en que lo hacían prácticamente todos los habitantes de ese gris edificio.
Se bajó frente a una escalera subterránea junto a un par de otros sujetos vestidos de overol azul. Antes de bajar oyó unos gritos detrás suyo. Todo el grupo se dio vuelta: era “el loco”, que corría hacia ellos.
- ¡Oigan, oigan!, –exclamó mientras se acercaba – escúchenme con atención: mañana van despedir a la mitad de los empleados porque los van a cambiar por la nueva generación que ya terminó los estudios. ¡Los van a asesinar, amigos, los van a matar!
Los tipos se miraron extrañados. La verdad era que algunas de las palabras que el loco había pronunciado ellos no las conocían. Asesinar, matar, por ejemplo.
- ¿Por qué me miran así? ¿Que son sordos o algo? ¡Corran cuanto antes! ¡Corran! – volvió a gritar, exaltado.
Nadie entendió nada. Muy de vez en cuando, el loco hacía uno de sus números incitando a los torpes humano-autómatas a liberarse del yugo de los científicos. Todas esas veces lo llevaron preso, le dieron algunos shocks eléctricos y lo dejaron en su departamento. No obstante, él siempre reincidía y volvía a tratar de persuadir a sus compañeros trabajadores, como motivado por una fuerza ajena a su cuerpo y voluntad. Porque estaba tan robotizado como los demás, pero extrañamente se separaba de ellos y buscaba su humanidad.
Las autoridades lo tildaron de loco, no sólo con el fin de que nadie le creyera, sino también bajo el propósito de que pensaran que todo lo que decía era propio de una mente enferma.
Tan sólo un par de segundos más tarde, unos diez policías se encontraban caminando hacia el lugar.
- ¡Vamos, imbéciles, escapen de sus victimarios, de sus amos!
Sintió, como siempre, la desesperación de no ser entendido. Iba a violentar a uno de los hombres de overol para que le tomara el peso a la situación, pero una mano muy firme lo tomó por el brazo.
Miró esa mano tenaz que lo apretaba. Su brazo quedó suspendido en el aire por unos segundos, hasta que entró en razón y lo bajó.
- Tranquilízate, Jacques, por el amor de dios. La violencia no provocará nada positivo.
Su padre tenía razón. Él, Jacques, debía guardar la calma y ser inteligente. Como juez de la corte del rey Luis XVI no podía darse el lujo de andar golpeando a otras autoridades. Si lo hacía seguramente perdería su puesto en la corte, y ése era un precio que no estaba dispuesto a pagar. No, había estudiado y trabajado durante diez largos años. No era cuerdo echarlo todo a la basura.
- Si no te golpeo en este instante es sólo porque no quiero dejar este juzgado. Siendo del vulgo, juro que te mataría. Tú y tu asesina realeza caerán, y lo sabes – le dijo al oído a quien iba a golpear, el ministro Costeau.
- Vámonos, hijo, antes de que cometas uno de tus arrebatos. – le aconsejó su padre, quien era también juez de la corte real.
En medio del estruendo de la corte, salieron del Palacio de Versalles. En la salida del edificio se encontraba esperando su chofer, sentado al lado de la carroza.
Una vez arriba de ésta, Jacques le aseguró a su padre:
- Sé que la algarabía que hubo hoy en la corte puede jugar en contra nuestra, pero ya no hay nada que pueda cambiar nuestra opinión. El absolutismo de Luis debe acabar ya, y ninguna coyuntura va a destruir ese deber nuestro de destituirlo.
- En eso tienes razón. Pero, Jacques, no puedes ser ofensivo ni exaltarte cuando mañana reunamos a la asamblea; de lo contrario, te aprisionarán y quién sabe qué tortura te podrán hacer – declaró Emmanuel, su padre.
- Sí, estoy conciente de ello...
Estuvo pensativo por algunos minutos, mirando por la ventanilla de la carroza. Jacques y su padre contaban con el apoyo de ocho de los doce miembros de la asamblea, incluyendo al Supremo Ministro De Guilles. La caída el rey era inminente. Orgulloso de esa certeza, añadió:
- Mañana será un gran día para nuestra Francia.

En la reunión misma, el Ministro De Guilles fue el primero en tomar la palabra:
- Señores, su atención por favor. En vista de lo ocurrido las últimas semanas, las agitaciones sociales y los lamentables destrozos en la ciudad, el juez Jacques Courbet ha llamado a votación para destituir al Rey Luis XVI de su cargo. En caso de que los sufragios, en su mayoría, indiquen esa decisión, el nuevo Rey será escogido por esta misma asamblea. ¿Todos de acuerdo?, – cada uno de los presentes asintió – bueno, entonces a votar.
El conteo de los sufragios se hizo inmediatamente. El primero: en contra de la destitución. El segundo igual, el tercero, el cuarto, el quinto, el sexto, el séptimo también. El octavo fue a favor del derrocamiento de Luis, y el décimo también. Los tres restantes estuvieron en contra. La votación resultó abrasadoramente en contra del removimiento del Rey.
"Qué ha ocurrido con ellos..." - se preguntó Jacques, atónito y helado por el extraño resultado del plebiscito.
Miró a su padre. Él ya veía venir que iban a perder, pero cómo estropearle el ánimo a su hijo. Emmanuel votó en contra. El emisario del Rey le llevó una oferta muy suculenta por contar con su apoyo, y el padre la había aceptado.
"Ahora perdemos la elección, aunque tendremos suficiente para que yo pueda dejar el trabajo y dedicarme al arte" - se había dicho cuando recibió el dinero del Rey.
- ¡Llévenselo! – indicó De Guilles a los guardias-. Jacques Courbet, quedas fuera de la corte y de tu cargo por traición a la suprema autoridad de Luis XVI. Serás encarcelado y por la noche te será comunicada tu pena.
Mientras los guardias iban a por él, Jacques se apresuró a exclamar:
- ¡Cerdos! ¡Contaba con ustedes! ¡Si no son más que un grupo de absolutistas, de déspotas! ¡Que no se dan cuenta que tarde o temprano Luis acabará con sus poderes! ¡Él quiere ser el único que reine, estúpidos, insensatos!
Los guardias lo tomaron y forcejearon unos instantes con él.
- Y tú, De Guilles, no mereces nada. Francia no los merece, ¡egoístas, antipatriotas! Y Emmanuel... has perdido un hijo – declaró con desdén.

Lo subieron en un vehículo y fue llevado a prisión. Entró en el edificio junto a un par de policías. Se dio cuenta de inmediato que no había nadie en la cárcel: él sería el único habitante en ella.
"¡Oh, no! ¡No puede ser! Han asesinado ya a todos los “locos” de la ciudad. ¡Quién demonios luchará ahora por la verdad! Les han dado muerte a todos..." - reflexionó el loco, con la natural ira que lo caracterizaba.
Abrieron con una tarjeta la prisión donde lo situarían. Era una sala vacía y oscura, solamente iluminada en el día por una ventana con barrotes. Sentóse en la esquina. Ahora sí que lo iban a ejecutar. Los oligarcas tan pronto como se dan cuenta que una persona no puede ser empleada, la eliminan. Él, el loco, era el último de esa especie. Había fallado en su propósito y sentía culpa por aquello.
Pasaron alrededor de unas dos horas hasta que sonó la tarjeta que pasaba por la abertura de la puerta. Apareció un gendarme y le dijo con una frialdad y naturalidad perturbadoras:
- El tribunal te ha condenado a muerte. Serás ejecutado mañana temprano.
Cerró la puerta y se fue como si nada hubiera ocurrido. Jacques se quedó boquiabierto durante unos minutos. Cómo era posible que lo traicionaran... Si lo único que él quería era el bien de la corte y de la Francia absolutista. Permaneció así, absorto, durante unas horas. Se hizo de noche y salió de su ensueño.
"Debo escribir mis últimas memorias. Un registro de esta alevosía tiene que ser hecho, para que alguien se de cuenta del hipócrita, tirano y asesino que tienen por Rey. Para que mi vida y lucha por la justicia no hayan sido en vano".

Tomó raudo la pluma que guardaba en su abrigo, y sacó un pedazo de papel del mismo. Comenzó:
“Muero por amor a mi patria, por amor a ustedes, coterráneos. Dejo esta tierra infame y malsana, esta tierra de ignorancia y represión. He sido víctima de la peor de las traiciones: la de un amigo, la de un familiar. Aún así conservo mi cabeza alta, mi anhelo vigoroso y mis pies tenaces. Sé que he fallado en mi tarea. Sé que los oligarcas, con mi muerte, terminan por extinguir la subversión. Lo único que ahora queda es encomendar el futuro de la tierra a dios. Pero, en este mundo maldito, despiadado y esclavizante, ¿dónde diantres está Dios? ¿Acaso no ha dejado de existir hace muchísimo? ¿Cuándo existió? No lo sé. Prefiero, eso sí, morir con la esperanza de que algún día el pueblo será libre de los empleadores, de los amos. Confío ciegamente en que un día, un chico intrépido lea estas ensangrentadas memorias y que siga el camino que he trazado con esfuerzo. Porque hasta el más ignorante de los humanos desea su libertad; por una cosa de animalidad. Y cuando ese sentido instintivo salga a la luz, comenzará la revolución. Yo, Jacques Courbet, juro que eso ocurrirá. Aunque Dios no exista, pese a que el poder sea de pocos, el bien triunfará. Y si bien mi muerte marca el Apocalipsis, luego de ello vendrán nuevos tiempos; nuevas razas, nuevos deseos. Y esos seres, sólo por el hecho de tener la genética de todo el universo dentro de sí, sabrán lo que es bueno. Conocerán el bien. Tal vez sea un loco, acaso no, pero si de algo tengo certeza es de que un día estos oligarcas científicos perderán el poder. Porque también ellos son humanos, y morirán tarde o temprano, y sentirán compasión alguna vez. Y en lo que respecta a De Guilles, a mi padre y a los restantes traidores, estoy seguro de que en el día de su muerte sentirán el pesar de haber acabado injustamente con un hombre justo, y tendrán inmersa en sus infectos cuerpos la sensación de haber obrado mal. Esa caótica sensación es la peor que puede habitar un hombre en los momentos de su muerte. Yo, en cambio, muero por los ciegos, doy mi vida por una causa justa, no como esos asquerosos. Cargaré sus pecados y moriré en la cruz mañana por la mañana. Entonces dejaré de ser el loco, y seré la verdad. Dejaré de ser el juez, y seré por las santas divinidades juzgado.

Amanece. Tu último banquete. Pide cuánta comida se le ocurrió. Le dan unas píldoras para que no sienta la desintegración de sus tejidos en la cámara alfa. Camina. Hay bastante gente; a lo lejos, el Rey. No hay nadie, sólo el operador de la cámara. La encienden y colocan mi cabeza en la guillotina. Levanto la cabeza lo más que puedo, y grito con todo el furor de mi alma:
- ¡Muero por la injusta traición de los míos! ¡Mi cabeza caerá por ese asesino que tienen por Rey! ¡Muero por tu inconciencia, operador infame! ¡Mi cuerpo se desintegrará por la ciencia que creó tu líder, tu dueño, esclavo!
"Los míos me han traicionado..." – reflexionó Jacques en su último segundo.
"La Humanidad se ha traicionado..." – alcanzó a decirse el loco.

Sentí la guillotina hacer un breve contacto con mi nuca. Pero no alcanzó a cortar, porque ésta ya se había desintegrado.
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martes, 9 de octubre de 2007

El beso

Antes de subir el 2do capítulo de "504" me gustaría mostrar éste, un cuento algo corto, pero no por eso de menor contenido.
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Quién sabe cuánto tiempo llevamos aquí. Ya nada importa; solamente no esperamos a que suene su telefóno y se tenga que marchar. Me pasaría la vida entera abrazada a él. Sus brazos de niño que me aprehenden con firmeza, como si una corriente extraña y ajena a él quisiera arrastrarlo. Y mi rostro apoyado en su benevolente hombro. Quiero besarlo. Nunca lo he besado y estos deseos por contactar sus labios se me hacen dulcemente inevitables. Pero no, estamos abrazados y es lo mismo. La unión etérea entre nosotros existe y no dejará de ser por uno u otro ósculo. Mejor aprieto sus manos. Que sepa que lo necesito y que lo prefiero por sobre todas las cosas. Porque la fiesta, como veo, está excelente; pero nada es mejor que la fiesta de sus oscuros cabellos que reptan cual serpientes por mis mejillas. Nada es mejor que palpar la suavidad de su cara, y tener la sensación de que puedo atravesarlo como al agua diáfana.
Sí, qué importa la fiesta. Podré tener muchas en el futuro. El alcohol y las amigas pueden esperar. Pero él no. Debo estar con él antes de que sea demasiado tarde. Esto será eterno, sí, lo sé, sin embargo me aferro a él como si a mí también me fuera a llevar una fuerza ajena a mi persona. El tiempo, que es despiadado huracán, y el miedo, que vive en mí cual parásito letal. Me toman, me arrastran hasta lugares desconocidos, en los que no quiero estar. Lo aprieto con más fuerza. Estoy a salvo, estoy en casa.
Pasan unos incontables minutos de sagrada unión. Estamos aunados por todo cuanto exista. ¿Por qué razón nunca antes conocí el amor? Espero que sea porque ese alguien del cielo buscó a un hombre para mí con tanto esmero que demoró quince años en elegirte. Así debe ser. Una voluntad divina...

Estuve en otra dimensión por un largo rato. Cuando volví de mi enajenación pude percibir una tímida lágrima que caía por mi mejilla. Ella la distinguió instantes luego. ¿Por qué lloras? No lo sé. Dime. Que no lo sé, pero ¿has llorado de felicidad? Creo que no. Eso debe ser.
La verdad es que no lo sabía, y él menos. Era sólo una principiante en el amor y no sabía a ciencia cierta qué era lo que se inmiscuía segundo a segundo por mis intestinos. Él, tan novato como yo, tampoco entendía en demasía.

¿Aló? Bueno, ya voy. ¿Te vas? Así es. Está bien. Estamos hablando. Y nos soltamos. Pusímonos de pie y nos abrazamos por última vez aquella noche. Y como subyugada nuevamente por una extraña fuerza interior, acerqué mis labios a los suyos. Él, sin poder ni querer dar lucha contra mi inconciente ofrecimiento, dejó caer sus labios en los míos. Así nos quedamos unos segundos, atados por nuestras bocas, que susurraban mudamente no te vayas, no te alejes, nunca huyas, nunca mueras, sólo sé, sólo aquí, sólo nosotros, solos nosotros; hasta que debimos separarnos. Lo miré y sonrió de inmediato. Él quería ese beso tanto como yo. Él me ama y necesita tanto como yo.
De ese momento en adelante desconozco qué hice en la fiesta. Creo que a alguien le hablé sobre lo ocurrido, pero de seguro no entendió ni en una mínima fracción lo que para mí había significado.
Lo que hice, como dije, lo desconozco. Pero sí sé que durante ese sublime intertanto, dejé el mundo de los mortales. Estuve con él en la distancia.
Cuando regresé de allí, comprendí la importancia de un beso.

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viernes, 14 de septiembre de 2007

"504" - Capítulo I

Éste es el primer capítulo de un proyecto de novela que trato de realizar. Se ve algo largo como para leerlo, pero espero que se les haga rápida la lectura; tan veloz como pasa la micro que lamentablemente no nos paró. Nada más que decir y ojalá que les guste la idea.

I
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No sé cuántos minutos (u horas) llevaba sumido en la espera. Tampoco me interesaba saberlo; yo sólo quería llegar a mi casa cuanto antes.
Me llevé las manos a la cara una vez más. ¡Cómo era posible que no pasara ninguna maldita micro! ¡Ninguna 504 aparecía!
Tampoco sabía qué hacer allí, sentado y aburrido. Ya había analizado las patentes de los autos que pasaban por la calle, contado los árboles de enfrente y escrutado los edificios durante largo rato. Hasta intenté descifrar las líneas de mis manos por unos quince minutos. No me quedó nada más que hacer que formular extrañas teorías para explicar la fatal espera. Quizás algún chofer había chocado. Eso era bastante razonable. O talvez se retrasó en la estación jugando naipes con sus camaradas. Acaso el gremio microbusero estaba en huelga y no habría locomoción en todo el día. O había ocurrido un inesperado golpe de estado; el nuevo mandatario podría perfectamente haber cancelado todos los servicios estatales. O se formó un tornado y las devastadas calles ya no eran transitables. O un grupo extraterrestre había abducido a toda la flota de micros. Y eso que éstas eran las teorías más racionales que ideé.
En fin, no sabía la causa del retraso tampoco. Nada más sabía que mi llegada a casa era urgente. En un iracundo arrebato golpeé el asiento del paradero con todas mis fuerzas. Sin quererlo, hice retumbar toda la estructura.
­– Lo siento... ­– le dije a una señora que me miró con cara de extrañeza.

Habían unas cinco personas más esperando. Uno era un tipo elegante, de camisa y corbata. Ése sí que no apartaba la mirada ni por un segundo de su reloj. Me equivoco, sí la apartaba pero sólo para revisar su teléfono celular. Debía ser un hombre sumamente solicitado como para pensar que alguien lo llamaba cada un minuto.
Había también un tipo muy sereno de unos cincuenta años, una muchacha, un estudiante que leía un montón de papeles desordenados y la señora a la que le pedí disculpas. Esta mujer no se había sentado en toda la espera.
"De dónde sacará energías esa pobre señora. Al parecer no ha entendido que esta espera llevará horas, días, años..." - reflexioné con angustia.
Me llevé las manos a la cara una vez más. Tenía que estar en casa a las cinco. Gracias a Dios que no tenía un reloj, porque de haberlo tenido habría destruido el paradero entero. Con mis manos, con mis codos, con las uñas, con mis rodillas y mi cabeza y mi frente habría destrozado gustoso aquel inmundo, vil paradero. Mas no podía; era como una tetera hirviendo, chorreando burbujas de agua y moviéndose de un lado para otro, pero que no hacía ningún ruido: me dejaba la bronca y mis deseos por romper todo lo que allí había para mí mismo.

Encendí ávidamente un cigarro. Mis manos tiritaban de furia.
Había perdido la esperanza en mis estudios, en mi vida, en la sociedad, en la política, en la publicidad, en los choferes, en mi espera. Hasta que se milagrosamente se hizo la luz.
Pisé fuertemente el cigarro, me puse de pie y entonces la pude ver con claridad. Gloriosa, angelical y radiante, ¡era la 504! Mi rostro estaba tan radiante como ella misma. Nunca en mi vida entera había apreciado ese amarillo precioso que la envolvía. Durante esos segundos de gloria su color me hizo amarla más que a mi propia vida. Después de todo, la 504 me llevaba a casa todos los días. Era como mi segunda madre, pero en ese momento la amé como si fuera la primera.
Alcé entonces mi orgulloso dedo para que la micro se detuviese. Frenó unos metros antes de mí y corrí para subirme. Primero ascendió el tipo elegante, luego la muchacha, el hombre sereno, la señora y finalmente yo. Comencé a hurgar mis bolsillos para pagar la tarifa. Me quedé helado. No tenía mis monedas. Miré instantáneamente hacia el paradero; en su piso yacían mis ciento cincuenta pesos. Pero la micro empezó a andar y yo no tenía cómo demonios pagar el recorrido.
"Es el peor día de mi existencia..." - me dije, ya previendo que el chofer me haría descender del vehículo por no tener dinero. Pero no me quedaba otra alternativa que armarme de valor y hacerle frente al hombre que conducía aburridamente la máquina.
- Oiga, ¿me podría llevar, por favor? Es que se me acaban de caer las monedas y debo llegar a casa lo antes posible. ¡Por favor!– mencioné, con una expresión de sufrimiento que venía desde el fondo de mi ser.
- Sí, cómo no. Mira, chico, si yo llevara a todas las personas que me dan las mismas excusas que tú, esta micro estaría llena. Pero no lo está porque no los dejo pasar. Así de simple. Así que te bajaste no más – contestó con determinación el desgraciado chofer, sin siquiera mirarme.
Me nublé completamente. Sentí que mis súplicas, por muy lastimeras que fueran, no entrarían ni un poco en los oídos de ese infeliz.
Lo peor de todo era que ese mensaje, dicho casi automáticamente, él lo decía decenas de veces por días, era lo más común del mundo. Para mí, no obstante, era lo peor que podría haber escuchado. Además la ironía con que lo pronunció, dobló la ira que llevaba contenida desde el paradero.
Pero de nada servía agobiarme y golpear al gordo conductor. Debía ser inteligente y decidir qué hacer en esos segundos que tenía antes de que el chofer me expulsara a patadas de la micro. Finalmente me resolví a realizar mi último intento por cambiar su decisión, hasta que una voz femenina me hizo voltear la cabeza: era aquella señora del paradero.
- Tome señor, y hágase un poco de compasión con este chiquillo que no ha hecho sino esperar su retraso – le dijo la mujer al chofer, extendiendo ciento cincuenta pesos hasta las manos de éste.
Aceptando su derrota, el hombre comentó casi gritando: “Ya, ya, cabro chico, pasa rápido”.
Avanzando hasta los asientos, le mostré mi infinita gratitud a la señora:
- Muchas gracias, de verdad que no sabe cómo necesito estar en mi casa ahora mismo”. – le expresé con tono afable.
- Bah, no te molestes, chico, que dar unas monedas no hace pobre a nadie.
- Está bien, señora. – respondí impresionado, mientras buscaba con la vista algún asiento.

Ella se quedó adelante, mientras que yo me senté atrás. Mi cabeza era un híbrido de sensaciones. Por un lado, tenía la desgracia de estar sumamente atrasado; por el otro, estaba el reciente suceso de la señora. Me quedé mirándole unos segundos. Qué le costaba dejarme pasar al chofer, ella tenía razón. Pero tuvo más razón al decir que ciento cincuenta pesos no matan a nadie. Con tan poco se puede ayudar tanto.
"Algo se aprende cada día..." - me dije, intentando olvidar mi maldito retraso.
Pero no pude. Pensaba en él en cada momento, en cómo me recibirían en casa, con tanta impuntualidad. ¡No era mi culpa! A nadie le interesa eso, sólo quieren que esté allá a las cinco, llueva, truene o tiemble. Estaba maldiciendo el sistema de locomoción por millonésima vez cuando una conversación entre dos personas robó mi atención:
- No me lo diríai’ si no estuvierai’ curado. – se oyó de una mujer de mediana belleza que se sentaba adelante mío.- Sí, no te lo diría. Pero estoy curado y te lo digo no más po’. Estay rica y qué querí’ que le haga.
La mujer rió avergonzada. Agregó luego:
- Y tú, ¿dónde vives?
- Pasado el cerro, como a dos minutos de la plaza.
- Ah, yo también vivo por esos lados. Bajémonos ahí y nos vamos conversando.
- Ya po’, tú sabi que yo “encantado” – declaró entre risas el ebrio.
A pesar de que se notaba que estaba pasado de copas, el tipo modulaba bien y no hacía el ridículo. Su estado etílico se revelaba sólo porque le estaba hablando a una desconocida y le halagaba su belleza inexistente. O era realmente corto de vista, o bien el alcohol lo traicionaba mostrándole a una mujer espléndida que no era más que una común y corriente. No los escuché más. Ahora mi atención estaba en otro lugar: un grabado amoroso del asiento de enfrente de mí. Se leía: “Jócelyn y Héctor”, encerrado en un corazón deforme.
"Si yo fuera Héctor, me sentiría profundamente enamorado de Jócelyn al ver este horrible corazón en un asiento gris y triste" - pensé con ironía.
Qué estupidez que eran esos rayados. No eran ni románticos y de seguro el pobre Héctor nunca vería el suyo. No hacían sino estropear el ambiente de las micros. Tan egoístas son que creen que a alguien le interesa que uno ame al otro. Que el amor se lo dejen para ellos: no perjudiquen a las micros con sus horrendos caprichos. No obstante, esa tal Jócelyn nunca escucharía mis alegatos y seguiría rayando para Héctor o para Pedro, para Aquiles o Napoleón. Qué inconciencia, y también inconcientes nosotros que nada les decimos.
Levanté la cabeza y noté que varias personas habíanse bajado ya de la máquina. Adelante estaba la señora que me auxilió, un tipo de anteojos y cara amable, la muchacha y el señor cincuentón del paradero. En el medio, un adolescente, una mujer muy maquillada y de pelo rojizo y el hombre ocupado que en el paradero miraba siempre su reloj. Atrás, estaban los dos tortolitos: la mujer y su borracho acompañante, un hombre moreno que traía una mochila, dos muchachos (uno de ellos el de los papeles desordenados que había visto antes de subir a la micro) y yo (que tenía los papeles desordenados de mi mente).

Estaba rodeado de todas esas personas. Me sentía profundamente solo, sin embargo. Nadie escuchaba mi angustia ni mis pensamientos, y acaso no los oiría jamás. Tal vez nunca cruzaría palabra alguna con ninguno.
Ellos, para mí, morían en cuanto se bajaban de la micro. Era triste pensar que los personajes que llamaban toda mi atención por unos segundos, por algunas horas, serían olvidados en un día, quizás menos. Y sentí entonces la certeza de que para ellos no era nada tampoco: me olvidarían probablemente cuando abandonaran el vehículo. Esa misma certeza me hizo sentir un terrible vértigo. ¿Por qué el destino me juntaría con estos extraños sujetos?
Pensé una vez más en que mi existencia es la única real. Es abominablemente cierta la imposibilidad de poder demostrar la existencia de las otras personas. Suena absurdo, falaz, pero es la terrible verdad del asunto. Estoy tan solo en este planeta como una boya en el mar. Lo peor es que todos son, en alguna medida, concientes de esa soledad absoluta del yo. Y la mejor prueba de ello era que todos los pasajeros de la micro estaban sentados solos, incluido yo. Habían dos personas juntas nada más: el ebrio y la mujer a la que él halagaba. Y estaban juntos solamente porque uno de ellos había vencido su pudor con el alcohol. De hecho, él mismo admitió que si no fuera por su borrachera no estaría piropeando a la dama ésa. Todos estaban solos en esta ciudad. Reunidos por montones en micros, plazas, bares, restoranes y conciertos, pero inmensamente solos a la larga.
Para los pasajeros de la micro, yo era nada; para mí yo lo era todo. Mi retraso lo era todo, para ellos, absolutamente nada. Qué dilema. Qué maldito dilema.

Comenzaba a oscurecer afuera. Un día más anunciaba su ocaso y aquellos trece personajes se juntaban una vez más en la 504. Ahí estaban casi todos los días, pero, como bien decía el muchacho, se olvidaban de sus rostros. Cada uno de ellos tenía preocupaciones distintas, aunque algo llevaban en común: la 504, que los unía y desunía constantemente.
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sábado, 18 de agosto de 2007

Extorsión, muerte y engaño.

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Te quiero
En todo momento y lugar
Pero éstas serán las últimas palabras
Que de mi boca oirás
Porque hoy te dejo
Y ojalá eternamente.

De estos labios que posees
Te despojo
Pues los dominabas
Con un tácito interés
De extorsión, muerte y engaño.

También te quito la propiedad de mis manos
Que tanto ansiabas
¡Jamás las volverás a tocar!
Porque cuando lo hagas
Significará que he vuelto a caer en tus redes;
Eso, te reitero, no ocurrirá jamás.

Qué cierto es
Que me subyugabas con alevosía
Mas yo, embebido por el deseo,
Nada veía y continuaba adorándote
Necesitándote y, por sobre todo,
Deseando tenerte a mi lado
En todo momento y lugar.

¡Oh, con angustia recuerdo nuestros momentos!
Tan infinitamente placenteros
Me consumía con tu fuego
Cuando nos hacíamos uno nada más
Y tú fluías por mi corporalidad
Como yo por la tuya.
Al igual que tú
Esos momentos son ya cenizas

Ya no, te digo a ti
Ser despreciablemente adictivo
Ya no seré tu amigo ni tu acompañante
¡Nada seré!
Porque así siempre debió haber sido
Y de hoy en más, así será.

Con lucidez veo el panorama ahora:
Ya entiendo por qué vistes de blanco
Sólo es para ocultar tu venenoso contenido
Tu infecto interior
Tu oscuros intestinos
El mortal enemigo que se esconde tras de ti
Tras tus ropas, tras tu encanto
Tras tu todo
Porque eres intrínsecamente
Un raptor de dinero
Un parásito sediento de vida
La fatalidad misma.

Sólo te pido que a mí no te acerques
Pues te quiero y te querré siempre
Pese a lo abominable que seas.

Te abandono entonces
Y que sea para siempre.
Con completo orgullo te digo
Adiós
Mi queridísimo cigarro.
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domingo, 8 de julio de 2007

Fascinación regresiva

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Entonces, dijo para sí: “¡Qué suave este cepillo!”.
Ésa fue la reacción del niño en el momento cuando se introdujo, por vez primera, en la boca su nueva escobilla de dientes, la cual su madre le había comprado aquella misma tarde. Antes de adquirirla, utilizaba un cepillo muy desgastado, con los pelos casi cayéndose.Esta sensación de agrado al hacer su rutinaria limpieza bucal sólo duró un par de días. La olvidó. Ahora simplemente lo hacía de manera automática.
De este modo, el niño lavó sus dientes sin problema alguno por dos meses, hasta que notó que su escobilla verde comenzaba a desmoronarse. Dejó pasar los días. Sin embargo, en el momento en que vislumbró la sangre aparecer en sus encías, decidió tomar cartas en el asunto: le pediría nuevamente a su madre que le consiguiese uno nuevo.
Y ésta así lo hizo. Le trajo un cepillo azul; el niño decidió inaugurarlo esa misma noche. Abrió el envase, tomó la escobilla y la metió en su boca. Apenas percibió la sensación tenue, placentera que ésta le producía, exclamó: “¡Qué suave este cepillo!”.
Y así, durante toda la vida.
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jueves, 21 de junio de 2007

La mísera verdad.

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– Ustedes no saben nada de esto, ¡nada!
Cuando terminó de gritar aquellas palabras ya lo habían bajado del escenario.
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martes, 19 de junio de 2007

Socialité

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La noche era alumbrada por los redondos focos de la entrada. Bajé del auto al mismo tiempo en que mis padres, mi hermana, su novio engreído y mi hermano lo hacían. Qué cantidad de vehículos de lujo en un solo lugar. Caminé junto a ellos hasta el portón de la casa y alguno tocó el timbre. Por dios, qué enorme e innecesario portón. Con esas figuras de leones en la parte más alta. Mal gusto. Salió a recibirnos mi tía Eugenia. Aún no entiendo cómo es que sigue pretendiendo ser bella si ya debe estar bordeando los sesenta. Y ese collar, y esas largas uñas y ese acento de erudita en todo. Es el patetismo en persona. No sé si usa ese ridículo disfraz (que es ella misma) para esconder su aspecto de pútrido espantapájaros o para llamar la atención que no capta con su simple e ignorante mentalidad. Porque ella cree ser erudita en todo. Si yo digo “Rousseau”, ella dice “yo estuve en Ginebra, en la casa donde nació Rousseau. ¡Qué pensador que fue, tan influyente!”. De seguro memorizó esas últimas palabras de un libro de cuarenta páginas titulado: “La Historia universal”. La Historia universal para niños sería, claro. Entré en el patio delantero. Esa casa era mi infierno. Mi infierno con ocho habitaciones, un patio titánico, una cocina del tamaño de mi propia casa, un seudo-gimnasio, por decir algunas características nada más. Me quedé atrás de los demás, para que cuando entraran, nadie pudiera ni siquiera divisarme. Presencié los saludos que iban y venían, y aguardé un minuto antes de adentrarme en ese limpio pantano colmado de criaturas detestables y parasitarias. Crucé el umbral de la entrada y vi que mi tío Alfredo continuaba saludando a mi familia. No era extraño esto. Resultaba ser esperable que fuera tan efusivo con los invitados, si pasa toda la semana hablando de negocios y de sí mismo. En realidad, eso justificaba que todos conversaran con tanto entusiasmo. Cada uno de los invitados, en sus sucias vidas, no hacía sino pensar en qué ropa me pondré mañana y cómo hago para juntar más dinero. Es razonable que necesiten sociabilizar; son humanos, después de todo. Todos pensaban en sí mismos. Absolutamente todos. Me quedé ahí parado, mirando cómo las copas de cristal eran sostenidas por esa gente decrépita, cómo aquellos canapés eran devorados, pero siempre con la mesura que un invitado debía tener con la comida. Eran ocho. O nueve, no lo sé. No pude contar los mozos que servían, ya que también había una buena cantidad de personas en la terraza. Lo cierto era que cada uno de ellos estaba impecable. Con el cabello engominado, zapatos relucientes y una obligatoria sonrisa en la cara. En el fondo del salón estaba el mesón. Inmenso, por decirlo poco. En él, se notaban las enormes bandejas de plata. Todas llenas de los más exquisitos y costosos manjares. Miré a mi lado derecho y reconocí al único grupo de jóvenes que había en el lugar. Serían unos treinta, incluyendo a mis hermanos y a ese otro estúpido del novio. Nunca me ha agradado. Desde el día en que mi hermana llegó a casa con él tomado de la mano, noté su expresión altiva. Su tendencia a ver por debajo todo cuanto no sea suyo. Desconozco por qué mi hermana está enamorada de él. Si trabaja en un antro de mala muerte como periodista, no tiene ninguna simpatía especial y no es bien parecido. Pero sus padres tienen bastante dinero, una gran empresa de neumáticos, y eso es lo que vale. Y son bastante agradables. No como su hijo, que ahora estaba sentado riendo junto a unos tipos que de seguro eran artistas. La elite artística de la ciudad se encontraba reunida aquí. Estaba la mayoría sentada en los sillones. Esos sillones que costaban más que un año de trabajo de cualquier persona común.

– ¿Quiere un martini, señor? – me preguntó de repente un mozo.
Salí totalmente de mis reflexiones y escrutinios. Le contesté:
– Sí, claro. Ahí está, gracias.
Le di un primer trago y me acerqué a mi elegante tío Alfredo.
– Pero qué ha sido del magnífico Bernabé – dijo abrazándome –. El sábado pasado no pudimos terminar nuestra conversación sobre el golf, pero hoy sí que la saldamos.
– Cómo no, estimado. Tu sabiduría siempre será bien recibida, como también la de tía Eugenia. Si hacen una pareja cultísima – mencioné.
De ese modo, entré nuevamente al círculo que frecuentaba todos los fines de semana. Con ellos me sentía a gusto. Son buena gente. Sí, es evidente que pienso mal de ellos. Pero ellos también piensan mal de mí. Nadie lo dice. Pero nadie se queja tampoco. Los repudio, pero no me molesta que me repudien. Después de todo, ¡qué va!, ni yo sé quién es Rousseau. Trabajo en un antro de mala muerte, no soy bien parecido y ahora mismo estoy pensando en mí. Pero nadie me lo dice. Son buena gente.
Entonces tomé mi martini y comí algunos canapés. No demasiados, claro.
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viernes, 15 de junio de 2007

A la deriva.

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De los mares tempestuosos e inexpugnables
Se rescata la serenidad de la tierra.
Todo aquello a lo cual me aferré,
Esta noche se pierde entre la neblina.
A la deriva me encuentro, moribundo
Tragando más agua de la que debiese
Y viendo todo más oscuro de lo que está.

Cómo quisiera regresar a tus praderas,
Donde el horizonte se mostraba majestuoso
e infinito.
Impensada era su mortalidad.
El aire corría cuan libre gustase,
Las sonrisas se cosechaban día a día,
Y las flores dejaban de ser meros adornos.
Eran himnos de la más desbocada pasión.
Ahora, no obstante,
las lágrimas errantes, se desvanecen
Alimentando así el mar al cual soy parte.

Moriré de cansancio, de desilusión.
Porque las rocas no me han sido suficiente amparo.
Desde lejos lo parecen,
Sólo hasta que su resbaladiza cubierta me deja ir.
Porque has dictado sentencia,
A la nada he sido dispuesto y condenado.
Pereceré porque he sido abandonado,
por aquel despiadado sosiego de la corriente.

Porque cuando creí estar sintiendo el rocío,
Fue el traicionero océano quien se hizo de mí.
Y lo que suponía como sus palabras,
No eran más que el impacto de sus olas,
Que, descarriladas, me han llevado
Al dolor de saber que todo
Ha llegado a su fin;
Si de la tierra he sido desterrado,
El mar interesado me cobija.
Hasta que la tierra, en su bondad,
Se digne a devolverme una mano.
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domingo, 10 de junio de 2007

Ayer.

Lo que ayer ocurrió, allí quedó.
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Ayer, con el sol ya puesto,
Caminé por esos barrios
Que fueron el escenario
Donde vivimos lo nuestro.

Sentí entonces que el recuerdo
Se convertía en presente;
Acudían a mi mente
Lo que fueran nuestros tiempos.

Se irradiaba epifanía
De esa verja, de las casas
De esa esquina, de las plazas
A ti todo me olía.

Hasta que llegué a tu calle.
Ahí me detuve y pensé
En lo dificultoso que es
Encontrar a alguien como tú
Alguien que nunca me falle.

Y mis pasos reanudé
Por el camino a tu hogar
Esperando verla al andar.

Pero minutos después noté
Que ya la había pasado.
Sorprendido, me di vuelta
Y entonces me di cuenta
De cuánto habíamos cambiado.
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martes, 29 de mayo de 2007

Fiesta de disfraces.

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Dejo este poema que escribí el año pasado. Espero que les guste.
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Te disfrazo y te visto
Con ropajes de desconocida
De personaje secundario
De mujer cualquiera.
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Pero eres, irremediablemente,
Y aunque no lo deje ver
Protagonista y absoluta
Diosa del destino de mi ser.
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Ante todos te niego, alevoso,
Niego tu vida en la mía
Y su carácter milagroso.
Mas si tú lo preguntaras,
Yo la verdad te confiaría.
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Sin embargo
Te miro, escruto y deseo
Y tú no lo notas.
¡Nadie lo hace!
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Porque yo mismo me disfrazo
De personaje secundario.
Pero soy, irremediablemente,
Protagonista de esta supuesta historia
Entre tú y yo.
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viernes, 25 de mayo de 2007

Manifiesto pesimista.

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Infinito universo
Tímida galaxia
Mínimo planeta
Pequeño país
Ciudad común
Barrio cualquiera
Casa minúscula
Insignificantes personas
Yo.
Invisible, atómico,
Yo.

El tiempo que escapa
La distancia que crece
El deber que atormenta
La vida que se consume
El proyecto que decae
La verdad que no existe
La justicia que se ausenta
La hermandad que traiciona
La imagen que se toma el poder
El poder que se lo toma todo.
El amor que...
El amor, ¿qué?

Agobiado pero lúcido
Vuelvo a la maldita convicción
De que nada podría estar mejor.
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miércoles, 23 de mayo de 2007

Oda a nosotros.

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Si tú murieras
Moriría.
Entonces
Volveríamos a la vida.
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martes, 22 de mayo de 2007

Manos vacías.

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“Hay muchos peces en el mar”
Le dijo el abuelo.
Pero el niño
Se sintió doblemente
Inútil y desgraciado
Por nunca tener a ninguno
Entre sus manos.
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domingo, 20 de mayo de 2007

El Inocente.

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Inicio el blog con este cuento que hice hace algunos días. Espero que les guste.

Siempre en calma, inhalaba el aire impuro de la ciudad con un vigor que lo tornaba limpio y energizante. Sus pasos eran despreocupados, su cabeza se encontraba en una realidad definitivamente más colorida sí, buenos días, tome asiento por favor, que la que ofrecían las grisáceas aceras. Lo que hacen los negocios bien hechos, pensaba. Su hijo, mientras, andaba a su lado siguiendo la línea amarilla del límite de la vereda. Éste no podía alejar la vista de sus zapatillas azul brillante, recibidas en la reciente lujosa navidad. Sin embargo, no eran una familia rica, no, pensaba él, con el mismo convencimiento con el que creía que la gente que pasaba a su lado no podía sino mirar boquiabierta sus flamantes zapatillas. La paz interior de los dos era evidente: sentían un silencio inexistente en pleno centro de la capital. Pasos. Cada vez más exacto, cuatro dormitorios, doscientos cincuenta metros construidos, un magnífico patio fuertes. El padre comenzó a percibirlos a unos diez metros de sí. No tomó en cuenta entonces el creciente ruido de esas furiosas pisadas sino hasta que, de manera repentina, tuvo unos recios brazos alrededor de su cuello.
Ante el desconcierto de ese ataque, sólo logró lanzar unos manotazos ineficientes al costado de su agresor la verdad es que somos una inmobiliaria muy reciente, por eso es que no ha escuchado de nosotros aún, al mismo en que veía la expresión aterrorizada de su hijo cuando volteaba hacia la terrible escena que acontecía detrás de sus espaldas.
- ¡Papá! ¡Por favor, suéltalo! – gritó el niño desconsolado al ver a su padre perder de a poco el aliento.
- Descuida, Martín – vociferó éste con el escaso aire que le restaba -. Es sólo un juego.
El agresor soltó inmediatamente al padre luego de oír esas palabras, dejándolo caer en el suelo al borde de la inconciencia. Pasaron unos tensos segundos hasta que el victimario, totalmente encolerizado y sin control alguno de su persona, se arrodilló junto al maltrecho padre, el cual comenzaba a retomar sus colores, perfecto, el martes mismo vamos a conocer la propiedad, sí, por supuesto, descuide, ningún compromiso, sólo le aseguro que no se arrepentirá le agarró el cuello de la camisa y lo comenzó a subir y bajar, haciéndolo chocar contra el cemento con una fuerza y una ira que sólo observando sus ojos podía cuantificarse.
– ¡Un juego, un desgraciado juego! ¿Eso es para ti? ¿Ah? ¡Contéstame, imbécil! – le manifestaba el descontrolado atacante, mientras el padre no podía sino presenciar atónito e inmóvil el acto que el agresor llevaba a cabo. El hijo, por cierto, permanecía también paralizado frente a los dos adultos: tal situación sobrepasaría a cualquier infante de siete años.
– ¡Que no ves que arruinaste mi vida! ¡La mía y la de mi familia! – gritó el atacante justo antes de golpear fuertemente al padre en su rostro.
Este último tuvo que decir algo, o de lo contrario terminaría por morir bajo las manos del agresor. Él era capaz de asesinarlo sin ningún pudor frente a su hijo, buenas tardes, yo soy Amador Villegas, sí pues, a eso vinimos, pase usted, mire qué amplio es el hall de entrada, sí, esa es la cocina, aquellas ventanas son grandiosas, ¿no es cierto? y el padre lo sabía.
– Fue Rodríguez, fue Rodríguez, no yo. – alcanzó a decir el padre cuando el tipo se aprontaba a darle el segundo puñetazo.
– ¿Rodríguez, el tipo que estaba contigo cuando firmamos la transacción? – inquirió el agresor con un tono más calmo que el de momentos anteriores.
– Sí, hombre, el mismo. También me estafó a mí. Yo creí que la venta de la casa era un proceso normal, hasta que me encuentro con que otra familia ya la había comprado semanas atrás. Nunca supe nada, nada, lo juro, yo sólo cumplía mi labor de corredor de propiedades, como siempre lo he hecho.
El atacante se levantó del piso lentamente, con una tranquilidad y un desconcierto que le llegaron de súbito. Se quedó pensativo ¿quieres pagarla durante veinte años?, no hay problema, eso sí deberás darnos un pie por la casa, ¿cincuenta millones?, perfecto, lo depositas en esta cuenta, anota durante algunos largos segundos.
– ¿Dónde está él ahora? ¿Qué haces tú aquí? – preguntó al padre como si su vida dependiera de esas respuestas.
– Está prófugo. La policía lo está buscando al igual que yo. Resulta que tengo que comprobar que soy inocente, pero no puedo si es que no encuentran a Rodríguez. Sería muy importante que tú atestiguaras a mi favor, para que de una vez por todas todos se empeñen en atrapar a ese criminal que nos arruinó a los dos.
El agresor le había creído. El padre era un experto en mentir e improvisar situaciones, después de todo, era su profesión. Los dos tipos ya se encontraban de pie sí, se lo creyó todo, ¡todo!, mañana va a depositar el dinero en la cuenta, vamos a celebrar esta noche, somos los mejores en esto, “Rodríguez” y en una actitud de diálogo.
– Dios, por supuesto que te ayudaré. Mientras más cargos tenga en su contra ese mal nacido, mayor será su condena. Siento todo el malentendido, realmente no fue mi intención...
– Sí, no te preocupes. No sabías nada sobre mi situación, lo entiendo. – contestó el padre, dándole una palmada en el hombro al tipo a modo de apoyarlo.
– Siento también haber armado esta escena en frente de tu hijo. Bueno, tú podrás explicarle mejor. Dame tu número de teléfono para contactarte.
– Sí, claro. Es 567 4553. – dijo el padre, tirando algunos números al azar.
– ¡Ah! Se me olvidaba, ¿tu nombre es...?
El padre se quedó helado. Realmente no recordaba el nombre que había ideado para estafarlo. Amador, ¡Amador cuánto!, pensó en ese segundo de titubeo. Debía decirlo rápido, pues a nadie podía olvidársele su propio nombre.
– Amador. Amador Cejas. Eso es, Amador Cejas. – contestó, intentando mostrarse seguro de su respuesta.
– Está bien, estamos en contacto entonces. Es lamentable todo esto, ¡pero debemos hacer todo lo posible para que pague por lo que nos hizo!
– Concuerdo absolutamente contigo. Bueno, se me hace tarde y no quiero seguir confundiendo a mi hijo con esta espera. Adiós.
– Adiós – dijo el estafado agresor, estrechando con ahínco la mano del padre. Se habían comenzado a alejar cuando repentinamente el atacante se detuvo. Amador Cejas, Amador Cejas, reflexionaba incrédulo. En cuanto se percató del descuido del padre en relación a su nombre, comenzó a correr en dirección hacia él. El padre oyó entonces los fuertes pasos detrás suyo, miro atrás e inició su escape. Tomó a su hijo en brazos y corrió hasta llegar a su auto nuevo. Una vez que encendió el motor e inició la marcha, le comentó a su hijo:
– Estos locos de hoy en día. Resulta que este tipo no puede aceptar que lo vencí en el juego Metrópolis, ¿lo conoces, verdad? Debes aprender a jugarlo. Es la cuna de todo buen negociante. Llegando a nuestra casa te lo enseño.
El niño frunció el ceño y respondió con decisión:
– A mí no me engañas. Un millón y no le digo nada a mamá.