martes, 19 de junio de 2007

Socialité

.
La noche era alumbrada por los redondos focos de la entrada. Bajé del auto al mismo tiempo en que mis padres, mi hermana, su novio engreído y mi hermano lo hacían. Qué cantidad de vehículos de lujo en un solo lugar. Caminé junto a ellos hasta el portón de la casa y alguno tocó el timbre. Por dios, qué enorme e innecesario portón. Con esas figuras de leones en la parte más alta. Mal gusto. Salió a recibirnos mi tía Eugenia. Aún no entiendo cómo es que sigue pretendiendo ser bella si ya debe estar bordeando los sesenta. Y ese collar, y esas largas uñas y ese acento de erudita en todo. Es el patetismo en persona. No sé si usa ese ridículo disfraz (que es ella misma) para esconder su aspecto de pútrido espantapájaros o para llamar la atención que no capta con su simple e ignorante mentalidad. Porque ella cree ser erudita en todo. Si yo digo “Rousseau”, ella dice “yo estuve en Ginebra, en la casa donde nació Rousseau. ¡Qué pensador que fue, tan influyente!”. De seguro memorizó esas últimas palabras de un libro de cuarenta páginas titulado: “La Historia universal”. La Historia universal para niños sería, claro. Entré en el patio delantero. Esa casa era mi infierno. Mi infierno con ocho habitaciones, un patio titánico, una cocina del tamaño de mi propia casa, un seudo-gimnasio, por decir algunas características nada más. Me quedé atrás de los demás, para que cuando entraran, nadie pudiera ni siquiera divisarme. Presencié los saludos que iban y venían, y aguardé un minuto antes de adentrarme en ese limpio pantano colmado de criaturas detestables y parasitarias. Crucé el umbral de la entrada y vi que mi tío Alfredo continuaba saludando a mi familia. No era extraño esto. Resultaba ser esperable que fuera tan efusivo con los invitados, si pasa toda la semana hablando de negocios y de sí mismo. En realidad, eso justificaba que todos conversaran con tanto entusiasmo. Cada uno de los invitados, en sus sucias vidas, no hacía sino pensar en qué ropa me pondré mañana y cómo hago para juntar más dinero. Es razonable que necesiten sociabilizar; son humanos, después de todo. Todos pensaban en sí mismos. Absolutamente todos. Me quedé ahí parado, mirando cómo las copas de cristal eran sostenidas por esa gente decrépita, cómo aquellos canapés eran devorados, pero siempre con la mesura que un invitado debía tener con la comida. Eran ocho. O nueve, no lo sé. No pude contar los mozos que servían, ya que también había una buena cantidad de personas en la terraza. Lo cierto era que cada uno de ellos estaba impecable. Con el cabello engominado, zapatos relucientes y una obligatoria sonrisa en la cara. En el fondo del salón estaba el mesón. Inmenso, por decirlo poco. En él, se notaban las enormes bandejas de plata. Todas llenas de los más exquisitos y costosos manjares. Miré a mi lado derecho y reconocí al único grupo de jóvenes que había en el lugar. Serían unos treinta, incluyendo a mis hermanos y a ese otro estúpido del novio. Nunca me ha agradado. Desde el día en que mi hermana llegó a casa con él tomado de la mano, noté su expresión altiva. Su tendencia a ver por debajo todo cuanto no sea suyo. Desconozco por qué mi hermana está enamorada de él. Si trabaja en un antro de mala muerte como periodista, no tiene ninguna simpatía especial y no es bien parecido. Pero sus padres tienen bastante dinero, una gran empresa de neumáticos, y eso es lo que vale. Y son bastante agradables. No como su hijo, que ahora estaba sentado riendo junto a unos tipos que de seguro eran artistas. La elite artística de la ciudad se encontraba reunida aquí. Estaba la mayoría sentada en los sillones. Esos sillones que costaban más que un año de trabajo de cualquier persona común.

– ¿Quiere un martini, señor? – me preguntó de repente un mozo.
Salí totalmente de mis reflexiones y escrutinios. Le contesté:
– Sí, claro. Ahí está, gracias.
Le di un primer trago y me acerqué a mi elegante tío Alfredo.
– Pero qué ha sido del magnífico Bernabé – dijo abrazándome –. El sábado pasado no pudimos terminar nuestra conversación sobre el golf, pero hoy sí que la saldamos.
– Cómo no, estimado. Tu sabiduría siempre será bien recibida, como también la de tía Eugenia. Si hacen una pareja cultísima – mencioné.
De ese modo, entré nuevamente al círculo que frecuentaba todos los fines de semana. Con ellos me sentía a gusto. Son buena gente. Sí, es evidente que pienso mal de ellos. Pero ellos también piensan mal de mí. Nadie lo dice. Pero nadie se queja tampoco. Los repudio, pero no me molesta que me repudien. Después de todo, ¡qué va!, ni yo sé quién es Rousseau. Trabajo en un antro de mala muerte, no soy bien parecido y ahora mismo estoy pensando en mí. Pero nadie me lo dice. Son buena gente.
Entonces tomé mi martini y comí algunos canapés. No demasiados, claro.
.

4 comentarios:

José Antonio Mena dijo...

socialité...

¿disonforme con la sociedad, críticas y el deseo de cambiar esos lujosos comistrajos por conversaciones sinceras...?

jaja , esta weno el cuento mr.cold
sigue en esto

Anónimo dijo...

Oye po oye!.. noté un bonito juego.. máscaras por todas partes... ándate a Alicahue nomás..

Juyui!

Anónimo dijo...

Te apaño tote

Rufo

Andrés Montero dijo...

Excelente descripción del mundo facho. Llegué a repudiar con toda mi alma a la tía Eugenia. Buen cuento me gustó caleta. Da paja saber que, en mayor o menor medida, somos unos Bernabés. El otro día mi tía facha (tengo una tía facha) se mandó uno de esos comentarios vomitables. Me dijo que mi clásica sudorosa negra era "veguina". ¿Veguina?, pregunté. "Veguina. Esas se las ponen los de La Vega".
Resumiendo, yo no le dije nada porque probablemente habría cagado el lindo almuerzo familiar. Y ella no volvió a decirme nada. Le doy asco y me da asco. Pero es mi tía, y pa' mis cumpleaños me lleva algún regalo.
(Jaja me puse autorreferente, pero era pa hacer la comparación con el cuento).
Te apaño Vinx, se nota que vay camino a encontrar la autoría literaria.