viernes, 14 de septiembre de 2007

"504" - Capítulo I

Éste es el primer capítulo de un proyecto de novela que trato de realizar. Se ve algo largo como para leerlo, pero espero que se les haga rápida la lectura; tan veloz como pasa la micro que lamentablemente no nos paró. Nada más que decir y ojalá que les guste la idea.

I
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No sé cuántos minutos (u horas) llevaba sumido en la espera. Tampoco me interesaba saberlo; yo sólo quería llegar a mi casa cuanto antes.
Me llevé las manos a la cara una vez más. ¡Cómo era posible que no pasara ninguna maldita micro! ¡Ninguna 504 aparecía!
Tampoco sabía qué hacer allí, sentado y aburrido. Ya había analizado las patentes de los autos que pasaban por la calle, contado los árboles de enfrente y escrutado los edificios durante largo rato. Hasta intenté descifrar las líneas de mis manos por unos quince minutos. No me quedó nada más que hacer que formular extrañas teorías para explicar la fatal espera. Quizás algún chofer había chocado. Eso era bastante razonable. O talvez se retrasó en la estación jugando naipes con sus camaradas. Acaso el gremio microbusero estaba en huelga y no habría locomoción en todo el día. O había ocurrido un inesperado golpe de estado; el nuevo mandatario podría perfectamente haber cancelado todos los servicios estatales. O se formó un tornado y las devastadas calles ya no eran transitables. O un grupo extraterrestre había abducido a toda la flota de micros. Y eso que éstas eran las teorías más racionales que ideé.
En fin, no sabía la causa del retraso tampoco. Nada más sabía que mi llegada a casa era urgente. En un iracundo arrebato golpeé el asiento del paradero con todas mis fuerzas. Sin quererlo, hice retumbar toda la estructura.
­– Lo siento... ­– le dije a una señora que me miró con cara de extrañeza.

Habían unas cinco personas más esperando. Uno era un tipo elegante, de camisa y corbata. Ése sí que no apartaba la mirada ni por un segundo de su reloj. Me equivoco, sí la apartaba pero sólo para revisar su teléfono celular. Debía ser un hombre sumamente solicitado como para pensar que alguien lo llamaba cada un minuto.
Había también un tipo muy sereno de unos cincuenta años, una muchacha, un estudiante que leía un montón de papeles desordenados y la señora a la que le pedí disculpas. Esta mujer no se había sentado en toda la espera.
"De dónde sacará energías esa pobre señora. Al parecer no ha entendido que esta espera llevará horas, días, años..." - reflexioné con angustia.
Me llevé las manos a la cara una vez más. Tenía que estar en casa a las cinco. Gracias a Dios que no tenía un reloj, porque de haberlo tenido habría destruido el paradero entero. Con mis manos, con mis codos, con las uñas, con mis rodillas y mi cabeza y mi frente habría destrozado gustoso aquel inmundo, vil paradero. Mas no podía; era como una tetera hirviendo, chorreando burbujas de agua y moviéndose de un lado para otro, pero que no hacía ningún ruido: me dejaba la bronca y mis deseos por romper todo lo que allí había para mí mismo.

Encendí ávidamente un cigarro. Mis manos tiritaban de furia.
Había perdido la esperanza en mis estudios, en mi vida, en la sociedad, en la política, en la publicidad, en los choferes, en mi espera. Hasta que se milagrosamente se hizo la luz.
Pisé fuertemente el cigarro, me puse de pie y entonces la pude ver con claridad. Gloriosa, angelical y radiante, ¡era la 504! Mi rostro estaba tan radiante como ella misma. Nunca en mi vida entera había apreciado ese amarillo precioso que la envolvía. Durante esos segundos de gloria su color me hizo amarla más que a mi propia vida. Después de todo, la 504 me llevaba a casa todos los días. Era como mi segunda madre, pero en ese momento la amé como si fuera la primera.
Alcé entonces mi orgulloso dedo para que la micro se detuviese. Frenó unos metros antes de mí y corrí para subirme. Primero ascendió el tipo elegante, luego la muchacha, el hombre sereno, la señora y finalmente yo. Comencé a hurgar mis bolsillos para pagar la tarifa. Me quedé helado. No tenía mis monedas. Miré instantáneamente hacia el paradero; en su piso yacían mis ciento cincuenta pesos. Pero la micro empezó a andar y yo no tenía cómo demonios pagar el recorrido.
"Es el peor día de mi existencia..." - me dije, ya previendo que el chofer me haría descender del vehículo por no tener dinero. Pero no me quedaba otra alternativa que armarme de valor y hacerle frente al hombre que conducía aburridamente la máquina.
- Oiga, ¿me podría llevar, por favor? Es que se me acaban de caer las monedas y debo llegar a casa lo antes posible. ¡Por favor!– mencioné, con una expresión de sufrimiento que venía desde el fondo de mi ser.
- Sí, cómo no. Mira, chico, si yo llevara a todas las personas que me dan las mismas excusas que tú, esta micro estaría llena. Pero no lo está porque no los dejo pasar. Así de simple. Así que te bajaste no más – contestó con determinación el desgraciado chofer, sin siquiera mirarme.
Me nublé completamente. Sentí que mis súplicas, por muy lastimeras que fueran, no entrarían ni un poco en los oídos de ese infeliz.
Lo peor de todo era que ese mensaje, dicho casi automáticamente, él lo decía decenas de veces por días, era lo más común del mundo. Para mí, no obstante, era lo peor que podría haber escuchado. Además la ironía con que lo pronunció, dobló la ira que llevaba contenida desde el paradero.
Pero de nada servía agobiarme y golpear al gordo conductor. Debía ser inteligente y decidir qué hacer en esos segundos que tenía antes de que el chofer me expulsara a patadas de la micro. Finalmente me resolví a realizar mi último intento por cambiar su decisión, hasta que una voz femenina me hizo voltear la cabeza: era aquella señora del paradero.
- Tome señor, y hágase un poco de compasión con este chiquillo que no ha hecho sino esperar su retraso – le dijo la mujer al chofer, extendiendo ciento cincuenta pesos hasta las manos de éste.
Aceptando su derrota, el hombre comentó casi gritando: “Ya, ya, cabro chico, pasa rápido”.
Avanzando hasta los asientos, le mostré mi infinita gratitud a la señora:
- Muchas gracias, de verdad que no sabe cómo necesito estar en mi casa ahora mismo”. – le expresé con tono afable.
- Bah, no te molestes, chico, que dar unas monedas no hace pobre a nadie.
- Está bien, señora. – respondí impresionado, mientras buscaba con la vista algún asiento.

Ella se quedó adelante, mientras que yo me senté atrás. Mi cabeza era un híbrido de sensaciones. Por un lado, tenía la desgracia de estar sumamente atrasado; por el otro, estaba el reciente suceso de la señora. Me quedé mirándole unos segundos. Qué le costaba dejarme pasar al chofer, ella tenía razón. Pero tuvo más razón al decir que ciento cincuenta pesos no matan a nadie. Con tan poco se puede ayudar tanto.
"Algo se aprende cada día..." - me dije, intentando olvidar mi maldito retraso.
Pero no pude. Pensaba en él en cada momento, en cómo me recibirían en casa, con tanta impuntualidad. ¡No era mi culpa! A nadie le interesa eso, sólo quieren que esté allá a las cinco, llueva, truene o tiemble. Estaba maldiciendo el sistema de locomoción por millonésima vez cuando una conversación entre dos personas robó mi atención:
- No me lo diríai’ si no estuvierai’ curado. – se oyó de una mujer de mediana belleza que se sentaba adelante mío.- Sí, no te lo diría. Pero estoy curado y te lo digo no más po’. Estay rica y qué querí’ que le haga.
La mujer rió avergonzada. Agregó luego:
- Y tú, ¿dónde vives?
- Pasado el cerro, como a dos minutos de la plaza.
- Ah, yo también vivo por esos lados. Bajémonos ahí y nos vamos conversando.
- Ya po’, tú sabi que yo “encantado” – declaró entre risas el ebrio.
A pesar de que se notaba que estaba pasado de copas, el tipo modulaba bien y no hacía el ridículo. Su estado etílico se revelaba sólo porque le estaba hablando a una desconocida y le halagaba su belleza inexistente. O era realmente corto de vista, o bien el alcohol lo traicionaba mostrándole a una mujer espléndida que no era más que una común y corriente. No los escuché más. Ahora mi atención estaba en otro lugar: un grabado amoroso del asiento de enfrente de mí. Se leía: “Jócelyn y Héctor”, encerrado en un corazón deforme.
"Si yo fuera Héctor, me sentiría profundamente enamorado de Jócelyn al ver este horrible corazón en un asiento gris y triste" - pensé con ironía.
Qué estupidez que eran esos rayados. No eran ni románticos y de seguro el pobre Héctor nunca vería el suyo. No hacían sino estropear el ambiente de las micros. Tan egoístas son que creen que a alguien le interesa que uno ame al otro. Que el amor se lo dejen para ellos: no perjudiquen a las micros con sus horrendos caprichos. No obstante, esa tal Jócelyn nunca escucharía mis alegatos y seguiría rayando para Héctor o para Pedro, para Aquiles o Napoleón. Qué inconciencia, y también inconcientes nosotros que nada les decimos.
Levanté la cabeza y noté que varias personas habíanse bajado ya de la máquina. Adelante estaba la señora que me auxilió, un tipo de anteojos y cara amable, la muchacha y el señor cincuentón del paradero. En el medio, un adolescente, una mujer muy maquillada y de pelo rojizo y el hombre ocupado que en el paradero miraba siempre su reloj. Atrás, estaban los dos tortolitos: la mujer y su borracho acompañante, un hombre moreno que traía una mochila, dos muchachos (uno de ellos el de los papeles desordenados que había visto antes de subir a la micro) y yo (que tenía los papeles desordenados de mi mente).

Estaba rodeado de todas esas personas. Me sentía profundamente solo, sin embargo. Nadie escuchaba mi angustia ni mis pensamientos, y acaso no los oiría jamás. Tal vez nunca cruzaría palabra alguna con ninguno.
Ellos, para mí, morían en cuanto se bajaban de la micro. Era triste pensar que los personajes que llamaban toda mi atención por unos segundos, por algunas horas, serían olvidados en un día, quizás menos. Y sentí entonces la certeza de que para ellos no era nada tampoco: me olvidarían probablemente cuando abandonaran el vehículo. Esa misma certeza me hizo sentir un terrible vértigo. ¿Por qué el destino me juntaría con estos extraños sujetos?
Pensé una vez más en que mi existencia es la única real. Es abominablemente cierta la imposibilidad de poder demostrar la existencia de las otras personas. Suena absurdo, falaz, pero es la terrible verdad del asunto. Estoy tan solo en este planeta como una boya en el mar. Lo peor es que todos son, en alguna medida, concientes de esa soledad absoluta del yo. Y la mejor prueba de ello era que todos los pasajeros de la micro estaban sentados solos, incluido yo. Habían dos personas juntas nada más: el ebrio y la mujer a la que él halagaba. Y estaban juntos solamente porque uno de ellos había vencido su pudor con el alcohol. De hecho, él mismo admitió que si no fuera por su borrachera no estaría piropeando a la dama ésa. Todos estaban solos en esta ciudad. Reunidos por montones en micros, plazas, bares, restoranes y conciertos, pero inmensamente solos a la larga.
Para los pasajeros de la micro, yo era nada; para mí yo lo era todo. Mi retraso lo era todo, para ellos, absolutamente nada. Qué dilema. Qué maldito dilema.

Comenzaba a oscurecer afuera. Un día más anunciaba su ocaso y aquellos trece personajes se juntaban una vez más en la 504. Ahí estaban casi todos los días, pero, como bien decía el muchacho, se olvidaban de sus rostros. Cada uno de ellos tenía preocupaciones distintas, aunque algo llevaban en común: la 504, que los unía y desunía constantemente.
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1 comentario:

Anónimo dijo...

Me gusto leerlo, y no se hizo largo, sino que se leyó con gusto.

Buena reflexión, te deja pensando en algo mas allá de lo que uno habitualmente pasa por su cabeza.

Una oración que destaco, que la encuentro muy cierta es "Todos estaban solos en esta ciudad. Reunidos por montones en micros, plazas, bares, restoranes y conciertos, pero inmensamente solos a la larga". Todos vivimos con miedo, lo que nos hace unos cobardes, que se protegen a si mismos y no corren riesgos.

Estoy a la espera del capitulo II