viernes, 19 de octubre de 2007

Desintegración

Nuevamente, antes de seguir con "504", quería mostrar este cuento que no necesita más explicaciones. Ojalá guste.
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... Comenzó por insertarse el brazo derecho en la hendidura de su hombro. Apenas lo logró ajustar movió el brazo en distintas direcciones para que le llegara la sangre del resto del cuerpo: así la artificial extremidad recobraba la sensibilidad. Apretó las falanges de su mano con lentitud, una y otra vez hasta que tomaron naturalidad.
Ahora que contaba con sus dos brazos unidos al cuerpo, procedió a colocarse sus dos piernas. Habituaba partir por la derecha. Luego, con la izquierda, hizo idéntico método: insertar, doblar la rodilla numerosas veces, lo mismo con el tobillo y finalizar moviendo los dedos del pie.
Ya se encontraba habituado a sus extremidades, frías en un principio, colmadas de tibia sangre ahora. Todos los días dormía solamente con su brazo izquierdo puesto, su incondicional brazo izquierdo que nunca había desprendido de sí. Tampoco sabía si podía desprendérselo, jamás lo había intentado ni jamás lo intentaría. De hacerlo no tendría cómo ajustarse las demás extremidades, lo que lo dejaría imposibilitado de ir a trabajar.
Las extremidades artificiales daban productividad. Los científicos, luego de décadas de tortuosos experimentos, llegaron a la conclusión de que el humano duraba sólo unas horas trabajando sin cesar, en situaciones de exigencia límite. Los músculos se les agarrotaban, se les acalambraban. Las lesiones eran, como es de esperarse, muy comunes también. No hay tiempo para curarlos, qué hacemos, usemos pastillas, esteroides, no funcionan, las injurias siguen igual, creemos dispositivos, brazos, piernas, caras que resistan el trabajo pesado, exacto, eso es. Debían cargarse durante la noche, por eso es que se las sacaban al dormir.
Levantóse de su cama quitándose las sábanas de encima. Se sentó en su borde durante unos instantes. Vio a través de la ventana los automóviles que volaban, impulsados por modernos propulsores, por encima de la calles. Caviló lo que todas las mañanas: que no quería ir a trabajar y menos ponerse el molde de cara que lo esperaba en el baño. Mas así debía hacerlo. Cuando era muy pequeño le habían enseñado a tener ciertos deslices de infelicidad en la mañana, aunque todos éstos eran debidamente programados por el gobernador.
- Estamos tratando con seres humanos, señores, no con meros autómatas ni animales. Por ello es que propongo que se les enseñe a ser infeliz por dos minutos al día, en la mañana. De alguna manera tienen que canalizar la desdicha que les produce el trabajar veintiuna de las veinticuatro horas del día – había argumentado el gobernador a los educadores para que añadieran un tanto de tristeza a su sistemático y esclavizante plan de enseñanza.

El rendimiento. La producción. La efectividad. Todos esos (fundamentales) aspectos se verían alterados por la sensibilidad de los empleados, y para evitarla era necesario prevenir. El método que utilizaron para hacerlo fue cambiar radicalmente el sistema educativo. ¿La Historia? Para qué. ¿El lenguaje? Dejemos sólo lo necesario para que expresen objetividades; nada de poetas ni críticos. ¿El arte? De qué sirve. ¿Las ciencias? ¿Qué hay de los números? Sí, necesitamos gente que piense con exactitud. Dejen la ciencia y la matemática y háganla el eje del sistema. Tendremos cantidad suficiente de ingenieros, médicos y químicos para que construyan nuestras casas, curen a nuestros hijos, mejoren nuestros alimentos y medicamentos. ¿No es cierto? La junta entera rió por un par de segundos. Esos oligarcas se sentaban a planear cómo beneficiarse a sí mismos por un par de horas, mientras los incansables esclavos de su duro sistema trabajaban como animales. Como animales por la intensidad y por la inconciencia de saberse manejados por otro maldito ser vivo igual a ellos.

Finalizaron sus dos minutos de descontento y de manera automática se dirigió al cuarto de baño. Se miró en el espejo. Tenía la carne descubierta, sin piel. Inmediatamente colocó el molde de cara en su lugar. En un par de segundos éste ya se encontraba con sangre corriendo por su interior y con sensibilidad. Salió del baño y regresó a su ínfima habitación. Abrió la gaveta de su escritorio, donde se encontraba su overol de trabajo y se lo puso. Ese escritorio no tenía papeles ni nada aparte de ese traje; los oligarcas los pusieron en todas las pequeñas piezas de los edificios con el fin de acentuar el sentimiento de importancia frente al trabajo. Porque tener un escritorio para ti solo, te hace sentir importante o al menos útil. ¿No es cierto? Y los de la junta rieron como siempre lo hacían.
Se dirigió a su pequeña terraza (que todos los departamentos tenían) y tomó uno de los multitudinarios buses aéreos, al mismo tiempo en que lo hacían prácticamente todos los habitantes de ese gris edificio.
Se bajó frente a una escalera subterránea junto a un par de otros sujetos vestidos de overol azul. Antes de bajar oyó unos gritos detrás suyo. Todo el grupo se dio vuelta: era “el loco”, que corría hacia ellos.
- ¡Oigan, oigan!, –exclamó mientras se acercaba – escúchenme con atención: mañana van despedir a la mitad de los empleados porque los van a cambiar por la nueva generación que ya terminó los estudios. ¡Los van a asesinar, amigos, los van a matar!
Los tipos se miraron extrañados. La verdad era que algunas de las palabras que el loco había pronunciado ellos no las conocían. Asesinar, matar, por ejemplo.
- ¿Por qué me miran así? ¿Que son sordos o algo? ¡Corran cuanto antes! ¡Corran! – volvió a gritar, exaltado.
Nadie entendió nada. Muy de vez en cuando, el loco hacía uno de sus números incitando a los torpes humano-autómatas a liberarse del yugo de los científicos. Todas esas veces lo llevaron preso, le dieron algunos shocks eléctricos y lo dejaron en su departamento. No obstante, él siempre reincidía y volvía a tratar de persuadir a sus compañeros trabajadores, como motivado por una fuerza ajena a su cuerpo y voluntad. Porque estaba tan robotizado como los demás, pero extrañamente se separaba de ellos y buscaba su humanidad.
Las autoridades lo tildaron de loco, no sólo con el fin de que nadie le creyera, sino también bajo el propósito de que pensaran que todo lo que decía era propio de una mente enferma.
Tan sólo un par de segundos más tarde, unos diez policías se encontraban caminando hacia el lugar.
- ¡Vamos, imbéciles, escapen de sus victimarios, de sus amos!
Sintió, como siempre, la desesperación de no ser entendido. Iba a violentar a uno de los hombres de overol para que le tomara el peso a la situación, pero una mano muy firme lo tomó por el brazo.
Miró esa mano tenaz que lo apretaba. Su brazo quedó suspendido en el aire por unos segundos, hasta que entró en razón y lo bajó.
- Tranquilízate, Jacques, por el amor de dios. La violencia no provocará nada positivo.
Su padre tenía razón. Él, Jacques, debía guardar la calma y ser inteligente. Como juez de la corte del rey Luis XVI no podía darse el lujo de andar golpeando a otras autoridades. Si lo hacía seguramente perdería su puesto en la corte, y ése era un precio que no estaba dispuesto a pagar. No, había estudiado y trabajado durante diez largos años. No era cuerdo echarlo todo a la basura.
- Si no te golpeo en este instante es sólo porque no quiero dejar este juzgado. Siendo del vulgo, juro que te mataría. Tú y tu asesina realeza caerán, y lo sabes – le dijo al oído a quien iba a golpear, el ministro Costeau.
- Vámonos, hijo, antes de que cometas uno de tus arrebatos. – le aconsejó su padre, quien era también juez de la corte real.
En medio del estruendo de la corte, salieron del Palacio de Versalles. En la salida del edificio se encontraba esperando su chofer, sentado al lado de la carroza.
Una vez arriba de ésta, Jacques le aseguró a su padre:
- Sé que la algarabía que hubo hoy en la corte puede jugar en contra nuestra, pero ya no hay nada que pueda cambiar nuestra opinión. El absolutismo de Luis debe acabar ya, y ninguna coyuntura va a destruir ese deber nuestro de destituirlo.
- En eso tienes razón. Pero, Jacques, no puedes ser ofensivo ni exaltarte cuando mañana reunamos a la asamblea; de lo contrario, te aprisionarán y quién sabe qué tortura te podrán hacer – declaró Emmanuel, su padre.
- Sí, estoy conciente de ello...
Estuvo pensativo por algunos minutos, mirando por la ventanilla de la carroza. Jacques y su padre contaban con el apoyo de ocho de los doce miembros de la asamblea, incluyendo al Supremo Ministro De Guilles. La caída el rey era inminente. Orgulloso de esa certeza, añadió:
- Mañana será un gran día para nuestra Francia.

En la reunión misma, el Ministro De Guilles fue el primero en tomar la palabra:
- Señores, su atención por favor. En vista de lo ocurrido las últimas semanas, las agitaciones sociales y los lamentables destrozos en la ciudad, el juez Jacques Courbet ha llamado a votación para destituir al Rey Luis XVI de su cargo. En caso de que los sufragios, en su mayoría, indiquen esa decisión, el nuevo Rey será escogido por esta misma asamblea. ¿Todos de acuerdo?, – cada uno de los presentes asintió – bueno, entonces a votar.
El conteo de los sufragios se hizo inmediatamente. El primero: en contra de la destitución. El segundo igual, el tercero, el cuarto, el quinto, el sexto, el séptimo también. El octavo fue a favor del derrocamiento de Luis, y el décimo también. Los tres restantes estuvieron en contra. La votación resultó abrasadoramente en contra del removimiento del Rey.
"Qué ha ocurrido con ellos..." - se preguntó Jacques, atónito y helado por el extraño resultado del plebiscito.
Miró a su padre. Él ya veía venir que iban a perder, pero cómo estropearle el ánimo a su hijo. Emmanuel votó en contra. El emisario del Rey le llevó una oferta muy suculenta por contar con su apoyo, y el padre la había aceptado.
"Ahora perdemos la elección, aunque tendremos suficiente para que yo pueda dejar el trabajo y dedicarme al arte" - se había dicho cuando recibió el dinero del Rey.
- ¡Llévenselo! – indicó De Guilles a los guardias-. Jacques Courbet, quedas fuera de la corte y de tu cargo por traición a la suprema autoridad de Luis XVI. Serás encarcelado y por la noche te será comunicada tu pena.
Mientras los guardias iban a por él, Jacques se apresuró a exclamar:
- ¡Cerdos! ¡Contaba con ustedes! ¡Si no son más que un grupo de absolutistas, de déspotas! ¡Que no se dan cuenta que tarde o temprano Luis acabará con sus poderes! ¡Él quiere ser el único que reine, estúpidos, insensatos!
Los guardias lo tomaron y forcejearon unos instantes con él.
- Y tú, De Guilles, no mereces nada. Francia no los merece, ¡egoístas, antipatriotas! Y Emmanuel... has perdido un hijo – declaró con desdén.

Lo subieron en un vehículo y fue llevado a prisión. Entró en el edificio junto a un par de policías. Se dio cuenta de inmediato que no había nadie en la cárcel: él sería el único habitante en ella.
"¡Oh, no! ¡No puede ser! Han asesinado ya a todos los “locos” de la ciudad. ¡Quién demonios luchará ahora por la verdad! Les han dado muerte a todos..." - reflexionó el loco, con la natural ira que lo caracterizaba.
Abrieron con una tarjeta la prisión donde lo situarían. Era una sala vacía y oscura, solamente iluminada en el día por una ventana con barrotes. Sentóse en la esquina. Ahora sí que lo iban a ejecutar. Los oligarcas tan pronto como se dan cuenta que una persona no puede ser empleada, la eliminan. Él, el loco, era el último de esa especie. Había fallado en su propósito y sentía culpa por aquello.
Pasaron alrededor de unas dos horas hasta que sonó la tarjeta que pasaba por la abertura de la puerta. Apareció un gendarme y le dijo con una frialdad y naturalidad perturbadoras:
- El tribunal te ha condenado a muerte. Serás ejecutado mañana temprano.
Cerró la puerta y se fue como si nada hubiera ocurrido. Jacques se quedó boquiabierto durante unos minutos. Cómo era posible que lo traicionaran... Si lo único que él quería era el bien de la corte y de la Francia absolutista. Permaneció así, absorto, durante unas horas. Se hizo de noche y salió de su ensueño.
"Debo escribir mis últimas memorias. Un registro de esta alevosía tiene que ser hecho, para que alguien se de cuenta del hipócrita, tirano y asesino que tienen por Rey. Para que mi vida y lucha por la justicia no hayan sido en vano".

Tomó raudo la pluma que guardaba en su abrigo, y sacó un pedazo de papel del mismo. Comenzó:
“Muero por amor a mi patria, por amor a ustedes, coterráneos. Dejo esta tierra infame y malsana, esta tierra de ignorancia y represión. He sido víctima de la peor de las traiciones: la de un amigo, la de un familiar. Aún así conservo mi cabeza alta, mi anhelo vigoroso y mis pies tenaces. Sé que he fallado en mi tarea. Sé que los oligarcas, con mi muerte, terminan por extinguir la subversión. Lo único que ahora queda es encomendar el futuro de la tierra a dios. Pero, en este mundo maldito, despiadado y esclavizante, ¿dónde diantres está Dios? ¿Acaso no ha dejado de existir hace muchísimo? ¿Cuándo existió? No lo sé. Prefiero, eso sí, morir con la esperanza de que algún día el pueblo será libre de los empleadores, de los amos. Confío ciegamente en que un día, un chico intrépido lea estas ensangrentadas memorias y que siga el camino que he trazado con esfuerzo. Porque hasta el más ignorante de los humanos desea su libertad; por una cosa de animalidad. Y cuando ese sentido instintivo salga a la luz, comenzará la revolución. Yo, Jacques Courbet, juro que eso ocurrirá. Aunque Dios no exista, pese a que el poder sea de pocos, el bien triunfará. Y si bien mi muerte marca el Apocalipsis, luego de ello vendrán nuevos tiempos; nuevas razas, nuevos deseos. Y esos seres, sólo por el hecho de tener la genética de todo el universo dentro de sí, sabrán lo que es bueno. Conocerán el bien. Tal vez sea un loco, acaso no, pero si de algo tengo certeza es de que un día estos oligarcas científicos perderán el poder. Porque también ellos son humanos, y morirán tarde o temprano, y sentirán compasión alguna vez. Y en lo que respecta a De Guilles, a mi padre y a los restantes traidores, estoy seguro de que en el día de su muerte sentirán el pesar de haber acabado injustamente con un hombre justo, y tendrán inmersa en sus infectos cuerpos la sensación de haber obrado mal. Esa caótica sensación es la peor que puede habitar un hombre en los momentos de su muerte. Yo, en cambio, muero por los ciegos, doy mi vida por una causa justa, no como esos asquerosos. Cargaré sus pecados y moriré en la cruz mañana por la mañana. Entonces dejaré de ser el loco, y seré la verdad. Dejaré de ser el juez, y seré por las santas divinidades juzgado.

Amanece. Tu último banquete. Pide cuánta comida se le ocurrió. Le dan unas píldoras para que no sienta la desintegración de sus tejidos en la cámara alfa. Camina. Hay bastante gente; a lo lejos, el Rey. No hay nadie, sólo el operador de la cámara. La encienden y colocan mi cabeza en la guillotina. Levanto la cabeza lo más que puedo, y grito con todo el furor de mi alma:
- ¡Muero por la injusta traición de los míos! ¡Mi cabeza caerá por ese asesino que tienen por Rey! ¡Muero por tu inconciencia, operador infame! ¡Mi cuerpo se desintegrará por la ciencia que creó tu líder, tu dueño, esclavo!
"Los míos me han traicionado..." – reflexionó Jacques en su último segundo.
"La Humanidad se ha traicionado..." – alcanzó a decirse el loco.

Sentí la guillotina hacer un breve contacto con mi nuca. Pero no alcanzó a cortar, porque ésta ya se había desintegrado.
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