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– Ustedes no saben nada de esto, ¡nada!
Cuando terminó de gritar aquellas palabras ya lo habían bajado del escenario.
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jueves, 21 de junio de 2007
martes, 19 de junio de 2007
Socialité
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La noche era alumbrada por los redondos focos de la entrada. Bajé del auto al mismo tiempo en que mis padres, mi hermana, su novio engreído y mi hermano lo hacían. Qué cantidad de vehículos de lujo en un solo lugar. Caminé junto a ellos hasta el portón de la casa y alguno tocó el timbre. Por dios, qué enorme e innecesario portón. Con esas figuras de leones en la parte más alta. Mal gusto. Salió a recibirnos mi tía Eugenia. Aún no entiendo cómo es que sigue pretendiendo ser bella si ya debe estar bordeando los sesenta. Y ese collar, y esas largas uñas y ese acento de erudita en todo. Es el patetismo en persona. No sé si usa ese ridículo disfraz (que es ella misma) para esconder su aspecto de pútrido espantapájaros o para llamar la atención que no capta con su simple e ignorante mentalidad. Porque ella cree ser erudita en todo. Si yo digo “Rousseau”, ella dice “yo estuve en Ginebra, en la casa donde nació Rousseau. ¡Qué pensador que fue, tan influyente!”. De seguro memorizó esas últimas palabras de un libro de cuarenta páginas titulado: “La Historia universal”. La Historia universal para niños sería, claro. Entré en el patio delantero. Esa casa era mi infierno. Mi infierno con ocho habitaciones, un patio titánico, una cocina del tamaño de mi propia casa, un seudo-gimnasio, por decir algunas características nada más. Me quedé atrás de los demás, para que cuando entraran, nadie pudiera ni siquiera divisarme. Presencié los saludos que iban y venían, y aguardé un minuto antes de adentrarme en ese limpio pantano colmado de criaturas detestables y parasitarias. Crucé el umbral de la entrada y vi que mi tío Alfredo continuaba saludando a mi familia. No era extraño esto. Resultaba ser esperable que fuera tan efusivo con los invitados, si pasa toda la semana hablando de negocios y de sí mismo. En realidad, eso justificaba que todos conversaran con tanto entusiasmo. Cada uno de los invitados, en sus sucias vidas, no hacía sino pensar en qué ropa me pondré mañana y cómo hago para juntar más dinero. Es razonable que necesiten sociabilizar; son humanos, después de todo. Todos pensaban en sí mismos. Absolutamente todos. Me quedé ahí parado, mirando cómo las copas de cristal eran sostenidas por esa gente decrépita, cómo aquellos canapés eran devorados, pero siempre con la mesura que un invitado debía tener con la comida. Eran ocho. O nueve, no lo sé. No pude contar los mozos que servían, ya que también había una buena cantidad de personas en la terraza. Lo cierto era que cada uno de ellos estaba impecable. Con el cabello engominado, zapatos relucientes y una obligatoria sonrisa en la cara. En el fondo del salón estaba el mesón. Inmenso, por decirlo poco. En él, se notaban las enormes bandejas de plata. Todas llenas de los más exquisitos y costosos manjares. Miré a mi lado derecho y reconocí al único grupo de jóvenes que había en el lugar. Serían unos treinta, incluyendo a mis hermanos y a ese otro estúpido del novio. Nunca me ha agradado. Desde el día en que mi hermana llegó a casa con él tomado de la mano, noté su expresión altiva. Su tendencia a ver por debajo todo cuanto no sea suyo. Desconozco por qué mi hermana está enamorada de él. Si trabaja en un antro de mala muerte como periodista, no tiene ninguna simpatía especial y no es bien parecido. Pero sus padres tienen bastante dinero, una gran empresa de neumáticos, y eso es lo que vale. Y son bastante agradables. No como su hijo, que ahora estaba sentado riendo junto a unos tipos que de seguro eran artistas. La elite artística de la ciudad se encontraba reunida aquí. Estaba la mayoría sentada en los sillones. Esos sillones que costaban más que un año de trabajo de cualquier persona común.
– ¿Quiere un martini, señor? – me preguntó de repente un mozo.
Salí totalmente de mis reflexiones y escrutinios. Le contesté:
– Sí, claro. Ahí está, gracias.
Le di un primer trago y me acerqué a mi elegante tío Alfredo.
– Pero qué ha sido del magnífico Bernabé – dijo abrazándome –. El sábado pasado no pudimos terminar nuestra conversación sobre el golf, pero hoy sí que la saldamos.
– Cómo no, estimado. Tu sabiduría siempre será bien recibida, como también la de tía Eugenia. Si hacen una pareja cultísima – mencioné.
De ese modo, entré nuevamente al círculo que frecuentaba todos los fines de semana. Con ellos me sentía a gusto. Son buena gente. Sí, es evidente que pienso mal de ellos. Pero ellos también piensan mal de mí. Nadie lo dice. Pero nadie se queja tampoco. Los repudio, pero no me molesta que me repudien. Después de todo, ¡qué va!, ni yo sé quién es Rousseau. Trabajo en un antro de mala muerte, no soy bien parecido y ahora mismo estoy pensando en mí. Pero nadie me lo dice. Son buena gente.
Entonces tomé mi martini y comí algunos canapés. No demasiados, claro.
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La noche era alumbrada por los redondos focos de la entrada. Bajé del auto al mismo tiempo en que mis padres, mi hermana, su novio engreído y mi hermano lo hacían. Qué cantidad de vehículos de lujo en un solo lugar. Caminé junto a ellos hasta el portón de la casa y alguno tocó el timbre. Por dios, qué enorme e innecesario portón. Con esas figuras de leones en la parte más alta. Mal gusto. Salió a recibirnos mi tía Eugenia. Aún no entiendo cómo es que sigue pretendiendo ser bella si ya debe estar bordeando los sesenta. Y ese collar, y esas largas uñas y ese acento de erudita en todo. Es el patetismo en persona. No sé si usa ese ridículo disfraz (que es ella misma) para esconder su aspecto de pútrido espantapájaros o para llamar la atención que no capta con su simple e ignorante mentalidad. Porque ella cree ser erudita en todo. Si yo digo “Rousseau”, ella dice “yo estuve en Ginebra, en la casa donde nació Rousseau. ¡Qué pensador que fue, tan influyente!”. De seguro memorizó esas últimas palabras de un libro de cuarenta páginas titulado: “La Historia universal”. La Historia universal para niños sería, claro. Entré en el patio delantero. Esa casa era mi infierno. Mi infierno con ocho habitaciones, un patio titánico, una cocina del tamaño de mi propia casa, un seudo-gimnasio, por decir algunas características nada más. Me quedé atrás de los demás, para que cuando entraran, nadie pudiera ni siquiera divisarme. Presencié los saludos que iban y venían, y aguardé un minuto antes de adentrarme en ese limpio pantano colmado de criaturas detestables y parasitarias. Crucé el umbral de la entrada y vi que mi tío Alfredo continuaba saludando a mi familia. No era extraño esto. Resultaba ser esperable que fuera tan efusivo con los invitados, si pasa toda la semana hablando de negocios y de sí mismo. En realidad, eso justificaba que todos conversaran con tanto entusiasmo. Cada uno de los invitados, en sus sucias vidas, no hacía sino pensar en qué ropa me pondré mañana y cómo hago para juntar más dinero. Es razonable que necesiten sociabilizar; son humanos, después de todo. Todos pensaban en sí mismos. Absolutamente todos. Me quedé ahí parado, mirando cómo las copas de cristal eran sostenidas por esa gente decrépita, cómo aquellos canapés eran devorados, pero siempre con la mesura que un invitado debía tener con la comida. Eran ocho. O nueve, no lo sé. No pude contar los mozos que servían, ya que también había una buena cantidad de personas en la terraza. Lo cierto era que cada uno de ellos estaba impecable. Con el cabello engominado, zapatos relucientes y una obligatoria sonrisa en la cara. En el fondo del salón estaba el mesón. Inmenso, por decirlo poco. En él, se notaban las enormes bandejas de plata. Todas llenas de los más exquisitos y costosos manjares. Miré a mi lado derecho y reconocí al único grupo de jóvenes que había en el lugar. Serían unos treinta, incluyendo a mis hermanos y a ese otro estúpido del novio. Nunca me ha agradado. Desde el día en que mi hermana llegó a casa con él tomado de la mano, noté su expresión altiva. Su tendencia a ver por debajo todo cuanto no sea suyo. Desconozco por qué mi hermana está enamorada de él. Si trabaja en un antro de mala muerte como periodista, no tiene ninguna simpatía especial y no es bien parecido. Pero sus padres tienen bastante dinero, una gran empresa de neumáticos, y eso es lo que vale. Y son bastante agradables. No como su hijo, que ahora estaba sentado riendo junto a unos tipos que de seguro eran artistas. La elite artística de la ciudad se encontraba reunida aquí. Estaba la mayoría sentada en los sillones. Esos sillones que costaban más que un año de trabajo de cualquier persona común.
– ¿Quiere un martini, señor? – me preguntó de repente un mozo.
Salí totalmente de mis reflexiones y escrutinios. Le contesté:
– Sí, claro. Ahí está, gracias.
Le di un primer trago y me acerqué a mi elegante tío Alfredo.
– Pero qué ha sido del magnífico Bernabé – dijo abrazándome –. El sábado pasado no pudimos terminar nuestra conversación sobre el golf, pero hoy sí que la saldamos.
– Cómo no, estimado. Tu sabiduría siempre será bien recibida, como también la de tía Eugenia. Si hacen una pareja cultísima – mencioné.
De ese modo, entré nuevamente al círculo que frecuentaba todos los fines de semana. Con ellos me sentía a gusto. Son buena gente. Sí, es evidente que pienso mal de ellos. Pero ellos también piensan mal de mí. Nadie lo dice. Pero nadie se queja tampoco. Los repudio, pero no me molesta que me repudien. Después de todo, ¡qué va!, ni yo sé quién es Rousseau. Trabajo en un antro de mala muerte, no soy bien parecido y ahora mismo estoy pensando en mí. Pero nadie me lo dice. Son buena gente.
Entonces tomé mi martini y comí algunos canapés. No demasiados, claro.
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viernes, 15 de junio de 2007
A la deriva.
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De los mares tempestuosos e inexpugnables
Se rescata la serenidad de la tierra.
Todo aquello a lo cual me aferré,
Esta noche se pierde entre la neblina.
A la deriva me encuentro, moribundo
Tragando más agua de la que debiese
Y viendo todo más oscuro de lo que está.
Cómo quisiera regresar a tus praderas,
Donde el horizonte se mostraba majestuoso
e infinito.
Se rescata la serenidad de la tierra.
Todo aquello a lo cual me aferré,
Esta noche se pierde entre la neblina.
A la deriva me encuentro, moribundo
Tragando más agua de la que debiese
Y viendo todo más oscuro de lo que está.
Cómo quisiera regresar a tus praderas,
Donde el horizonte se mostraba majestuoso
e infinito.
Impensada era su mortalidad.
El aire corría cuan libre gustase,
Las sonrisas se cosechaban día a día,
Y las flores dejaban de ser meros adornos.
Eran himnos de la más desbocada pasión.
Ahora, no obstante,
El aire corría cuan libre gustase,
Las sonrisas se cosechaban día a día,
Y las flores dejaban de ser meros adornos.
Eran himnos de la más desbocada pasión.
Ahora, no obstante,
las lágrimas errantes, se desvanecen
Alimentando así el mar al cual soy parte.
Moriré de cansancio, de desilusión.
Porque las rocas no me han sido suficiente amparo.
Desde lejos lo parecen,
Sólo hasta que su resbaladiza cubierta me deja ir.
Porque has dictado sentencia,
A la nada he sido dispuesto y condenado.
Pereceré porque he sido abandonado,
por aquel despiadado sosiego de la corriente.
Porque cuando creí estar sintiendo el rocío,
Fue el traicionero océano quien se hizo de mí.
Y lo que suponía como sus palabras,
No eran más que el impacto de sus olas,
Que, descarriladas, me han llevado
Al dolor de saber que todo
Ha llegado a su fin;
Si de la tierra he sido desterrado,
El mar interesado me cobija.
Hasta que la tierra, en su bondad,
Alimentando así el mar al cual soy parte.
Moriré de cansancio, de desilusión.
Porque las rocas no me han sido suficiente amparo.
Desde lejos lo parecen,
Sólo hasta que su resbaladiza cubierta me deja ir.
Porque has dictado sentencia,
A la nada he sido dispuesto y condenado.
Pereceré porque he sido abandonado,
por aquel despiadado sosiego de la corriente.
Porque cuando creí estar sintiendo el rocío,
Fue el traicionero océano quien se hizo de mí.
Y lo que suponía como sus palabras,
No eran más que el impacto de sus olas,
Que, descarriladas, me han llevado
Al dolor de saber que todo
Ha llegado a su fin;
Si de la tierra he sido desterrado,
El mar interesado me cobija.
Hasta que la tierra, en su bondad,
Se digne a devolverme una mano.
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domingo, 10 de junio de 2007
Ayer.
Lo que ayer ocurrió, allí quedó.
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Ayer, con el sol ya puesto,
Ayer, con el sol ya puesto,
Caminé por esos barrios
Que fueron el escenario
Donde vivimos lo nuestro.
Sentí entonces que el recuerdo
Se convertía en presente;
Acudían a mi mente
Lo que fueran nuestros tiempos.
Se irradiaba epifanía
De esa verja, de las casas
De esa esquina, de las plazas
A ti todo me olía.
Hasta que llegué a tu calle.
Ahí me detuve y pensé
En lo dificultoso que es
Encontrar a alguien como tú
Alguien que nunca me falle.
Y mis pasos reanudé
Por el camino a tu hogar
Esperando verla al andar.
Pero minutos después noté
Que ya la había pasado.
Sorprendido, me di vuelta
Y entonces me di cuenta
De cuánto habíamos cambiado.
Que fueron el escenario
Donde vivimos lo nuestro.
Sentí entonces que el recuerdo
Se convertía en presente;
Acudían a mi mente
Lo que fueran nuestros tiempos.
Se irradiaba epifanía
De esa verja, de las casas
De esa esquina, de las plazas
A ti todo me olía.
Hasta que llegué a tu calle.
Ahí me detuve y pensé
En lo dificultoso que es
Encontrar a alguien como tú
Alguien que nunca me falle.
Y mis pasos reanudé
Por el camino a tu hogar
Esperando verla al andar.
Pero minutos después noté
Que ya la había pasado.
Sorprendido, me di vuelta
Y entonces me di cuenta
De cuánto habíamos cambiado.
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