martes, 20 de noviembre de 2007

La apacible vida del joven emprendedor

Vagando por temáticas más livianas (pero no por eso menos decidoras) y el nunca mal ponderado "lenguaje coloquial", he llegado a este cuento. Espero que guste.
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¡Siguiente! Tome asiento, sí, en esa silla. Hace un calor terrible. En la sala de espera es peor aún, ¿qué querrá decir este pendejo?, quién se cree para criticar nuestra sala de esperas, si bien caros nos salieron los cuadros de Tapia que colgamos ahí. Bueno, vamos a lo nuestro. Tu nombre es... Raúl, me llamo Raúl Martínez. Martínez... ¿De los Martínez de Viña, los de Rancagua? No, para nada. Yo y mis abuelos hemos vivido siempre en Santiago, y el resto de la familia igual. ¡Ah! Además es huérfano el muy infeliz, pero veamos qué más ofrece el trapo éste. Y, bueno, ésta es Raquel, la gerente comercial de la empresa. Buenas tardes, ¡bah!, buenos días (Raúl miró el reloj para percatarse de que eran las diez de la mañana). Buenas, Raúl. Es medio huevón parece, como para pensar que es de tarde ya, pero está bien bonito. Ese precario nudo de corbata y la herida que asoma en su mejilla por una mala afeitada, le dan un toque inocente. Aunque no creo que sirva para ser abogado de la empresa, sinceramente.

Yo soy Anthony Parkson, gerente general. Bien fascista es el viejo parece, si apenas entré se le frunció el ceño. El postulante que iba saliendo de la oficina estaba perfumadito y era medio rucio, por eso es que Parkson debe haber estado sonriendo cuando él salía. Seguro lo contratan a él, y más seguro es que debe haber sido un chupamedias profesional. Ehm... aquí está mi currículum, señor Parkson. Qué inepto, subrayó los puntos y los dos puntos. Un abogado respetable tiene que saber escribir, por Dios.
Vamos a ver, Raúl. Estudiaste leyes en la Católica (no está mal), hiciste un magíster en Derecho Comercial (va bien...) en la Universidad Jesuita de Temuco (¡qué es eso!). Sí, ahí estudié. Puta madre, el viejo se puso rojo. Al muy hijo de puta no le importará saber por qué estudié en esa Universidad de mierda. Qué le va importar saber que soy de familia humilde, que me he esforzado toda la vida por sacar un par de títulos que no me sirven para nada. Y a él le deben haber pagado la carrera entera sus papitos, y sus magísteres, post-grados, doctorados, post-doctorados. Viejo canalla, ¡viejo canalla!

Usted qué opina, señorita Raquel. Está bien en sus estudios, pero, ¿ha trabajado en alguna otra empresa, para el Estado? La verdad es que sí. He trabajado los últimos tres años para la novena Fiscalía Oriente. Soy ayudante del sub-fiscal (el viejo rojo, de nuevo), es que usted sabe... la edad no es muy favorable cuando se es joven. Trabajar para el Estado no es bueno para este par de ejecutivos. De macroeconomía deben conocer demasiado, pero de servicio, nada. Sí, entiendo. Dos minutos más y llamo al siguiente... ya tomé mi decisión. Este pelmazo no merece el puesto ahora, ni en diez, ni en treinta años más. Nació así y así morirá. La rotería es una cosa de cuna, tan arraigada como la forma de caminar o los gestos faciales. Ojalá no haya ensuciado mucho mi sillón este espantapájaros. Déjame leerlo, Anthony. Ah, esto está muy bien, Raúl. Eso, su dirección es “Los Abaducos 1322”. Voy a buscarlo esta misma noche, para que vayamos a mi departamento. ¡Los Abaducos! Dónde quedará ese potrero, Dios santo. Debe vivir en una de esas casuchas hechas de cajas de leche. Por qué no deja de mirarme esta mina, con sus ojos fogosos y persuasivos. Está bien rica, pero podría ser mi jefa. Y el viejo que lee mi currículum con nauseas. Creo que ya sabemos todo lo que queríamos saber sobre usted, señor Raúl (¡Pero si no me han preguntado nada! ¡Analizaron mis estudios, mis laburos y mi dirección!) Así es. Te estaremos llamando por cualquier cosa, Raúl. Está bien, señor Parkson, señorita Raquel. Adiós. Me despido de beso con la curvilínea gerente comercial y le estrecho la mano al viejo. Veo en sus ojos el mayor desprecio que había sentido en mi vida entera. Tomo el cuchillo abrecartas que está en el escritorio y le doy una certera puñalada en el ¡qué haces! ¡Anthony! ¡No! Ahora sangra su corazón estallado; morirá en unos segundos. Me mira con algo de incertidumbre la puta de Raquel. ¡Va a morir, lo mató! Pero no puedo negar que el golpe fue dado con una fuerza notable, propia del seductor que debe ser en la cama... Raquel... Ra... El viejo bajó la cabeza al morir. Se había caído de su gran sillón el huevón. Salgo corriendo de la oficina. A dónde va dice la secretaria. ¡A donde no llegue su mano corrupta, empresa fascista de mierda! Bajo por las escaleras (en mantención, usar las escaleras). Cada piso del gigantesco edificio es un grado más de altanería, de idiotez. Abandono el edificio. Miro hacia arriba, con el corazón en la boca por el nerviosismo y la emoción. Ellos tienen la culpa de todo. De todos los males de la humanidad, él es artífice. De todos mis males...

Hijo de puta; si la reencarnación existiera , lo mataría de nuevo.

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jueves, 15 de noviembre de 2007

Lunes por la noche

Está demás decir que todos estos escritos no son necesariamente autobiográficos, sino que son sólo creaciones. Acá dejo uno nuevo.

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Entró al cuarto y lo vio allí, parado y taciturno. Se puso en frente de él. Parecía un árbol del otoño, o más bien invernal, de ésos que exponen su corteza cruda y su cuerpo deshecho por las heladas. Sus brazos lánguidos y exhaustos parecían estar a punto de caerse, de desplomarse por el invisible peso que tenían a cuestas. Parecía, también, unido al piso por raíces inmutables, pese a su posición algo encorvada. Cuánto tiempo hacía que no lo miraba de esa manera: analizando cada una de sus partes, cada piso, cada mínima ventana de ese edificio que en cualquier momento se venía abajo. Y él le devolvía la mirada, con su expresión algo tranquila pero seguramente perturbada; como si en ese preciso instante estuviera viviendo una gran serenidad, aunque lamentablemente fuera conciente de que sus problemas lo atormentarían tarde o temprano. Se le acercó aún más. Lo veía todos los días y, extrañamente, no había notado el cansancio de su rostro, el paso de los años. No estaba viejo, no, sin embargo encontraba un algo que le decía he cambiado, no soy el niño de antaño. Al escrutar su rostro, no podía precisar qué era lo que miraba, si a un niño, un adulto, un anciano. La verdad es que era algo así como un niño-adulto, o viceversa, o ambas, o ninguna. Era evidente que no quería seguir siendo un niño, no obstante sus brillantes ojos expresaban una nostalgia al pasado, como si se resistieran al ineludible paso del tiempo. Y veía por otro lado esa barba incipiente, en desarrollo, y su pelo relativamente largo. Trataba de ser adulto, pero no podía, pero no quería, no quería tampoco ser niño, pero lo era y no lo era. Confusión, eso es, un caos era su edad, la etapa de la vida en que se encontraba. Y todo se le veía en el rostro.

Analizó nuevamente sus ojos. Tenía un par de arrugas que seguro no eran por vejez, sino por cansancio. Unas firmes líneas marcaban su piel joven, como si no hubiera dormido por semanas. Eran probablemente cicatrices de batallas fracasadas. No esas batallas que se pelean en la inútil guerra; éstas eran cicatrices de combates abstractos, de pérdidas espirituales. De ésas que realmente importan... y cómo no le iban a importar a él, si tenía sus rastros marcados a fuego en la cara.

Su expresión era, como notó desde un principio, de tranquilidad. Se encontraba como echado a la vida, desmotivado por sus propósitos personales. La tranquilidad de una balsa en el inmenso
mar, entregada completamente a lo que venga. Una balsa que había sido un barco; una nave inmensa repleta de gente de las más diversas procedencias, ahora reducida a un tímido conjunto de troncos, cuerdas y abandono. Para qué luchar contra la corriente, si al final te decepcionas y todos te recuerdan: te lo dije, y nadie está ahí para entregarte su apoyo.
Como se podía apreciar, su actitud era ésa. Después de todo, qué otra manera de ver la existencia se le puede pedir al que constantemente lucha y muere. ¿No puede querer vivir aunque sea por un tiempo?

Sus hombros estaban caídos, como ya habiendo admitido su carencia de energías: su fracaso. La vida que llevaba era ya un caos, una tortura insensata, pero qué remedio. Los intentos por cambiar ya se habían hecho y, por añadidura, habían decaído.
Su imagen global ahora era la de un tipo desgarbado y casi echado sobre el lavamanos. Ya nada le importaba, nada era relevante. Miró una vez más en el espejo y no quiso verse más; no quiso seguir presenciando a ese extraño que era él. Él, que no era realmente él, sino un él falso. El del espejo, el que ya no creía en nada. Pero era él.
Agobiado, saqué el cepillo de dientes del cajón y fui a lavármelos donde no hubiera más problemas.

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